JUAN HORACIO GARIBAY
Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar y el caballo en la montaña. (…)
Verde que te quiero verde.
Romance sonámbulo, F. García Lorca
Ver un color es oírle. El color es, simbólicamente, la cosa más oíble: por sí mismo habla y habla más allá de lo que refiere, es decir, sugiere. Dicho esto, se puede asentar que todos los colores hablan, empero, hay unos más silenciosos y otros más bulliciosos. El verde, sin duda, es asaz parlanchín. «Verde viento». «Verdes ramas». Incluso el Verde arenga tanto que llega a emanciparse de sí como color, tornándose su identidad –su esencia- en un puro decir: «Verde que te quiero verde». Es así que, en primer término, por el seno de la hominización, el humano fue capaz de distinguir, significativamente, más voces del verde que de cualquier otro color. La ampliación espectral del verde nos puso con un pie adelante en el galope filogenético del desarrollo de las especies: no sólo habilitó nuestra capacidad para identificar frutos o plantas o para distinguir acechadores y depredadores, sino que agregó un extra. A esa ampliación se le puede llamar «melodía», que es el más allá de la suficiencia denotativa que tiene un color, dentro de una composición puesta desde la distancia, como lo podría tener un barco sobre la mar o un caballo en la montaña. Por tanto, entre montañas y mares, el verde es el más melodioso de los colores: a lontananza –invariablemente, antropológicamente- se oye.
Eo ipso el verde es el color arcano y lo son, también, sus impresiones y apreciaciones entendidas estas como «(…) las significaciones analógicas formadas espontáneamente y que nos trasmiten inmediatamente un sentido». Ejemplo: «(…) la mancha como análoga de la suciedad, el pecado como análogo de la desviación o la culpabilidad como análoga de la carga».1 Verde en su sentido presto es análogo, más que a la naturaleza o a la vida, al ciclo. Nacimiento, desarrollo, muerte, nacimiento… Por lo tanto, la analogía puede extenderse al concepto de «palingenesia», mismo que suele representarse de manera gráfica con el uróboro o el ofidio que engulle su propia cola: metempsicosis.
(Metempsicosis:
—¿Meten qué? preguntó él.
—Aquí, dijo ella. ¿Qué quiere decir eso?
Se inclinó hacia adelante y leyó junto a la uña lacada de su pulgar.
—¿Metempsicosis?
—Sí. No lo conocen ni en su casa a la hora de comer.
—Metempsicosis, dijo él, frunciendo el ceño. Es griego: del griego. Quiere decir la transmigración de las almas.
—¡Bah! ¡Chorreadas! Dijo. Dilo en cristiano.)2
Del mismo racimo analógico, no huelga decir que, el verde es el color concomitante del diálogo, continuo y rotativo, entre la vida y la muerte. Como acto de transmigración supone la idea de reconstrucción que es, en última instancia, la idea de sanación y de curación. También es lícito asociarle con el número cuatro y con la figura geométrica del círculo:
Plenitud y completitud. Elementalidad: tierra, aire, agua y fuego. Equilibrio y direccionalidad. Trascendencia; inmanencia. No hay separación, de hecho, el desconcierto nos debe llegar por entender la unidad y no por sobreentender la ruptura y el fin. La celebración del principio no conjura la del término, más bien, nuevamente le celebra. Hay sólo una cara de la realidad y no más. La inconmensurabilidad que puede representar una serie consecutiva –1, 2, 3 y 4…- se atranca en la conmensurabilidad del círculo. Concluyo con un anti-ejemplo: A Juan García Ponce3 le parecía extraordinariamente significativo el parecido de los bisontes encontrados en las Cuevas de Lascaux con los toros de los cuadros de Picasso, alegaba que a pesar de los milenios y milenios que había entre ambos, lo lienzos del artista malagueño nos recordaba que estamos, otra vez, en el origen. Decretaba textual: «Y sin embargo, en medio, entre estos dos puntos, tan semejantes, está todo el desarrollo de la historia».4 Justo para mí, ese es el problema.
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1 Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid, 1986, p. 181.
2 James Joyce, Ulises, Cátedra, Madrid, 2022, p. 72.
3 Cf. «De la pintura», en Las huellas de la voz. Imágenes plásticas, volumen 1, Joaquín Mortiz, México, 2000.
4 Ibidem, p. 18.