Por Verónica G. Arredondo
El juguete del poema pone en marcha, no sólo el deseo de saberlo todo, sino el de experimentarlo todo. Por eso, al igual que los cuentos infantiles, produce un placer infinito en la repetición.
María Negroni
Hay una extraña sensación de placer cuando contamos alguna historia o una mentira, no importa si es grande o pequeña, Señora mentira o señorita. Todos lo hacemos en mayor o menor medida, a veces sin darnos cuenta lo hacemos como un ejercicio del lenguaje, tropezamos el habla, ya sea de manera inconsciente, sin darnos cuenta o premeditadamente montamos la escena, el drama en el que somos protagonistas: una luz se enciende sobre nuestra cabeza, alrededor hay oscuridad, tenemos las miradas todas, mientras nos dejamos caer lentamente en el piso. La facultad de mentir resulta no sólo en la premisa o pretexto de contar la historia con tres finales posibles, a escoger para los lectores más exigentes; más allá de una capacidad humana, es una cualidad que se transforma y va creciendo más y más como sube la marea, la marea alta que arrastra la arena hacia sí hasta convertirse en una gran ola, la de la xilografía del artista japonés Hokusai, y volverse un tsunami. Su fuerza es indomable.
Le mesonge, la mentira es un organismo vivo, un personaje, llamada a decir del narrador, Bernardo, Ésta, Otra, Aquélla y Alguna que platicaban de esto, lo otro, aquello y algunas cosas más […] A veces hablan de cosas que ni se entienden y en idiomas muy raros, como en francés. Jugamos a inventar, a perder la línea entre lo que nombramos y la realidad, creamos una nueva, quizá más conveniente o deseable. Nombrar es crear, es posible y verdadero en nuestro imaginario. La vemos, la tocamos casi como en sueños. Ahora existe. Junto a mis pies se erigen pequeños hongos, van creciendo hasta la altura de mis piernas, sobrepasan mis rodillas, levantan con una mano su sombrero, miran mi rostro, preguntan nuestros nombres y por los árboles, sí, las jacarandas de flores lilas que resguardaban este lugar. ¿Puedes ver los puntos blancos intercambiándose de lugar en su sombrero?
Una vez tuve un sueño, no sabía que lo era, había una catarina roja, gigante en medio del desierto, en donde yo era tan sólo un granito más de arena, debajo de ella. La arena se movía, retrayéndose arrastraba consigo la tierra y el firmamento. Desperté o al menos eso creí, la arena seguía tragándose mis pies. Grité, la arena o la sábana se comían mis piernas, entonces mi padre entró en la habitación, y me dijo: Sopla más, sopla más fuerte para que se vaya la arena… De niña no conocía el cuento de “El hombre de la arena”, de E. T. A. Hoffmann, que en una desatinada versión —y me refiero a la manera de reseñar el cuento del autor alemán traducido al español—, es una especie malograda de El Coco o del Señor del Costal que viene a nuestro encuentro cuando nos portamos mal o mentimos; el discurso se direcciona también con “aprender a no confiar en extraños”. Tampoco conocía el cuento más breve que se haya escrito, de Augusto Monterroso, sin embargo, al despertar la arena seguía ahí.
¿Será el sueño una especie de ilusión o engaño que nos cuenta a diario esa voz interior? El sueño nos miente, también nuestro mejor amigo, con cabeza de cabello, sin premeditarlo, es una afición que no se toma en serio, hasta que su dimensión rebasa límites, como cualquier adicción. Bernardo Govea nos enseña una manera de reconocer las mentiras, ya sea por su apariencia física o por comerse los calcetines del protagonista, nos muestra cómo dialogar con ellas, a convivir cada día, hasta ser parte de nuestra familia. Aprendemos a vivir con ellas, nos dice cómo hacerlo e incluso cómo mentirles para lograr que se alejen.
Releo el cuento para tomar notas y no perder ningún detalle físico de las mentirotas y mentiritas, para hacerlas aparecer una vez más, verlas a través de mi ventana temblar de frío o asoleadas, homeless o para que salgan con un resorte de aro atado a sus pies, de las páginas del libro. Comienzo otra vez la lectura, me gusta salir a jugar con ellas, además de compartir el desayuno y el café cubano; ahora que lo pienso, no es posible vivir sin ellas, son tan mías como tuyas y suyas. Mentir, a fin de cuentas, es un divertimento.
Bernardo Govea, Cuéntame mentiras / Raconte-moi des mesonges, Ediciones La Rana, México, 2022.