Por Sara Andrade
Recuerdo haber resignificado el mundo entero cuando mi mamá me dijo, una vez, que los animales de la calle siempre estaban sucios, a diferencia de los animales que vivían en la naturaleza. Fue una de esas cosas que, son muy obvias, pero que solamente tienen sentido cuando son dichas en voz alta. Me sorprendió mucho porque era verdad. Los perros y los gatos y las palomas de la ciudad siempre están sucias porque viven en calles sucias, llenas de basura y de hollín de los carros. Cuando ves un tigre en uno de esos documentales de National Geographic nunca piensas en que están sucios. O por lo menos yo no lo hago.
Pienso en pieles brillantes, en ojos atentos, en cachorros con sus madres, esperando a que los limpie con su lengua áspera y bondadosa. Pienso en tigres y monos y aves saltando en un río, salpicándose los lomos de agua fresca. Pienso que me gustaría ser un animal salvaje, acostada en una cama de hojas, sin saber qué es el lenguaje, qué es un semáforo y qué es la crueldad.
El otro día, caminando por las calles del centro, encontré dos gatitos detrás del portón de una casa abandonada. Me acerqué a ellos, pensando en llevármelos, en tomarlos y meterlos en mi bolsa y llevármelos a mi casa. Solamente vi cuatro ojos y me inventé una vida con ellos. Les puse nombres, me inventé días donde los dos me hacían la vida imposible con sus cosas de gatos: rasgar los sillones, vomitar bolas de pelo, acostarse en mi cara y provocarme una tortícolis asesina. Intenté tomarlos, impelida por esa fantasía mía, pero los gatitos huyeron de mis manos y se hundieron en la maleza que apenas podía entrever en el pequeño espacio entre la pared y el portón.
Por supuesto. No podía culparlos. Para ellos, nosotros somos los malos. Los que pasan con sus autos sucios de metal, los que los golpeamos con saña, los que los avienten en la carretera cuando no los queremos, los que pensamos que somos mejores solamente porque tenemos un pulgar oponible y rituales absurdos, para darle sentido a la suciedad. Me acordé del gato de Coraline, de Neil Gaiman, que decía que los únicos que necesitábamos nombres eran los humanos porque no sabíamos quiénes éramos. Un gato es un gato y ya. Ni feliz ni triste, sólo él mismo, intentando sobrevivir en el laberinto al que los hemos hecho vivir, sucios y flacos.
Me gustaría tomarlos a todos entre mis manos, a todos los gatitos sucios de la ciudad, y limpiarlos como una tigresa limpia a sus cachorros, en el silencio de la selva. Pero estoy rodeada de ruido, de metal y de piedra. Cuando extiendo mi mano, las pequeñas colitas y orejas huyen de mí. Se pierden en la basura, como me pierdo yo misma en las excusas, en la tristeza, en las promesas de que mañana, si todo sale bien, vendré por ellos.