MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
No tener un Dios
no tener una tumba
no tener nada firme
solo cosas vivas que huyen
«Grito» de Antonia Pozzi
El verano del año pasado me dediqué a comprar pequeñas cosas para la casa: carritos organizadores de esos que ves en Pinterest para hacer más aesthetic el sistema en el que ordenas tus cosas, marcos para fotos, también ambientadores para la habitación y la sala, además de tazas nuevas y plantas. Fue una de esas tareas que me doy para sentir que la casa es mía, que me guarda y me representa. Cuidar la casa me ayuda a recordar que estoy aquí y que existo y soy en ella. Y las plantas tienen un gran peso en esto.
A lo largo de los dos años y siete meses que he vivido acá, diferentes plantas han pasado por mi cuidado: julietas, cáctus, sansevieria, espatifilium, ficus lyrata, kentia, zamioculca, cóleo y una monstera. De estas, viven tres, otras cinco murieron y queda una moribunda de hace meses. La monstera. En el piso de la calle Montera, había una esquina en el salón que recibía mucha luz indirecta y con una pequeña corriente de aire; era el sitio perfecto para las plantas. Frente a la ventana, estaba un mueble-librero que también recibía suficiente luz y aire. El problema fue justamente el aire. Llegado el invierno del 2021-2022, el piso era muy frío y con corrientes de aire frío o de aire caliente, por la calefacción, que llegaba a las plantas y las lastimaba. En una mezcla de humedad y aire caliente, la primera planta en morir fue la zamioculca. Cuando entró la primavera decidí intentar nuevamente con otra planta, esta vez fue el espatifilium o cuna de moisés. La vi crecer, hacerse más frondosa, florear tantas flores espigadas y blancas. Era perfecta. Tenía el riego medido, la cantidad de luz perfecta, el viento que cruzaba por la ventana hasta sus hojas era el que ella necesitaba, pero al entrar el verano, la planta decayó en cuestión de dos días. Hizo tanto calor que decidí dormir esos días en el salón, con la ventana abierta y un ventilador. Cuando desperté, vi que la cuna de moisés estaba caída: su follaje que siempre estaba estirado y recto, ahora caía con una pesadez sobre sí mismo y las puntas de las hojas más altas colgaban de la orilla de la mesa de noche. Me levanté a prisa, metí el dedo en la tierra y estaba totalmente seco. La había regado hace poco. Me asusté y fui por una olla para que bebiera directo de las raíces. A las seis de la tarde estaba completamente desmoronada. Por la noche llovió. Recolecté agua de lluvia, esperando que esa agua le hiciera bien, pero al despertar la planta ya estaba oscura de sus hojas. Ahora tenía exceso de agua. Procedí a hacerle una intervención quirúrgica: emplayé la mesa del comedor en papel film, saqué dos macetas de plástico limpias, tierra nueva y abonada y las herramientas para hacer el transplante; primero saqué a la planta de la maceta y la dejé con papel secante para que absorbiera el exceso de agua, revisé que sus raíces estuvieran bien –y lo estaban; después empecé a retirarle la tierra empapada y a acomodarla en la nueva maceta, con tierra nueva y sin agua. La regué poquito para que se compactara un poco más la tierra y la moví de lugar. La acomodé en una mano-silla donde recibía menos aire y menos sol, y estuve toda la tarde mirándola desde el sofá, con las manos entrelazadas debajo de mi barbilla, viendo cómo ninguna de sus hojas se eregía, cómo no recuperaba el color verde vivo de su follaje y cómo adquiría en su lugar un tono verde pantanoso, y al tocar las hojas la sensación era pastosa. Estaba completamente ahogada. Días después tuve análisis y recuerdo que lloré mucho. Mi fracaso con la planta me había dolido mucho. Me sentía ahogada en ese verano seco.
Después, el último intento en ese piso llegó con la ficus lyrata, una planta hermosa, como árbol, alta y de hojas verde oliva. La coloqué en la misma mesa y en tres días empezó a perder hojas. La corriente de aire le tumbaba sus pesadas y frágiles hojas. Y éstas no volvían a nacer. En el tallo de la ficus, cuando una hoja cae, deja una herida que cicatriza, y ahí ya no puede nacer ninguna hoja nueva. Las hojas nuevas nacen de arriba. Pero de esta no nació niNguna y perdió todas, hasta que fue un triste palo seco.
Tuvo que pasar un año, de verano a verano, para que me animara a comprar otra vez plantas. Fui a la floristería del pueblo a ver qué me encontraba: un cóleo con sus hojas verdes y lunares morados, y una monstera. Las compré por 14€ en total. Me las llevé a la casa, feliz de que la luz que entra a la habitación sirviera de algo. Acomodé la monstera en mi cajonera frente a la cama y la ventana. Y el cóleo lo coloqué en la repisa de la pared. El cuarto estaba vivo, colorido e iluminado. A las dos semanas, empezaron a haber mosquitos, pequeñitos, pero muchos. Vi que salían primero del cóleo, así que moví éste lejos de la familia. Después, vi que salían de una julieta, fui a la floristería a comprar un remedio para estos. Eran demasiados. Al pasar una semana, se detuvo la infestación de mosquitos, pero el cóleo fue perdiendo hojas y la monstera fue cayéndose. Hice una revisión del cóleo, solo para encontrar que estaba infestado de bichitos pequeños. Lo tiré. La monstera empezó a dar señales de enfermedad: manchas negras que nacían del centro de la hoja hacia afuera. Las recorté. Revisé sus raíces. Cambié su tierra. Cambié su maceta por una más grande, pues ya salían las raíces por debajo. En un año, nunca dio una nueva hoja, nunca recuperó su ánimo ni su altura.
Antes de volar a México la dejé en una mesa afuera de mi departamento, donde recibe suficiente luz y conserva la temperatura. Esperaba que a mi regreso la planta hubiera o revivido o muerto. Cuando llegué, la encontré igual: a media vida. ¿Sigues aquí?, le dije. La tomé de su triste tallo y la tiré.