Julia Leyva
Después de la partida de mi tío se introdujo en mí la curiosidad por la muerte. Curiosidad que me llevó a buscar trabajo en una funeraria. Recuerdo que mientras tomaba mi café matutino, agarré mi celular y escribí en la búsqueda de Google: “Trabajo en funerarias de Durango”, me salieron varias opciones, entre ellas el lugar en el que ahora presto mis servicios.
Al principio, buscaba el puesto de arreglo estético porque me intrigaba bastante la forma en que las personas “acomodaban” a los cadáveres, tanto que hice una rutina o ritual en mi mente: empezaría por preguntar si los estaban tratando como es debido, luego, les contaría alguna vivencia sobre mi día para después hacerles saber que estaban en buenas manos, que iba a lograr que lucieran lo mejor posible. No sé por qué pensaba que al estar en contacto con los recién muertos me haría sentir su tristeza, su nostalgia o algún sentimiento taciturno que los perturbara. Sentía que, de alguna forma, mis palabras y mi contacto físico les brindaría esa sensación de regocijo que todos buscamos después de un evento traumático. Tal vez, era por las historias que llegué a escuchar de la gente que trabajaba en alguna funeraria. Recuerdo mucho a un señor que contó que él ya no podía asistir a carnes asadas, que, de hecho, ya no podía comer carne, todo esto desde que empezó a trabajar ahí. Él se encargaba de la incineración de los cuerpos, decía que el olor le recordaba a la carnicería que se encuentra en el ex Cuartel Juárez (los que hemos pasado por ahí, de las 2 p.m. en adelante, sabemos a lo que se refiere). Otro señor contó que perdió sensibilidad, que ya no sentía nada al ver cadáveres, que para él eran un pedazo de carne nada más, que era como “desangrar un cerdo”.
Cuando ya empecé a trabajar ahí (me pusieron en otro puesto, ya que lo que yo buscaba era específicamente para el género masculino), unos compañeros de operativo nos llevaron al sótano de la funeraria, nos contaron que antes era una hacienda y las cosas extrañas que pasaban ahí abajo. Era prácticamente la entrada al inframundo: estaba lleno de pasadizos, había ataúdes abandonados, un olor a humedad y gladiolas, pilas de papeles y un Cristo de aproximadamente tres metros. También nos topamos con una alberca que había sido tapada con tierra. El aire era frío, se sentía pesado, estar ahí era como estar en una dimensión propia de nuestras pesadillas. Mientras continuábamos con el recorrido, nos topamos con una puerta cerrada con candado, preguntamos qué había ahí adentro y la razón de estar cerrada así, sólo nos respondieron que no sabían y que los dueños les tenían estrictamente prohibida la entrada a ese lugar. La curiosidad me ganó y decidí asomarme por la ranura de la puerta, alcancé a ver una especie de altar, había velas encendidas y otras cosas que no pude identificar por la posición en la que estaba, pero estoy segura que había un altar. Ahora la pregunta es: ¿a quién le ofrendan los muertos?