ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
Llegué a Victoria para vivir, no tanto para cumplir metas académicas: mi objetivo era estudiar un posgrado en la Universidad de Victoria, que por razones económicas no lo logré. Llegué y la primera fotografía que tomé fue la de un joven sentado con las piernas estiradas y detrás varios tótems, esto era frente al aeropuerto de la ciudad. No sabía nada, era un extranjero en tierras “gélidas” canadienses, aunque llevaba en mi maleta mis sueños y las bendiciones de mi familia y mis amigos; además me sentía tan bien conmigo mismo. Soñaba desde niño vivir en Canadá y al llegar (y a la fecha) la he sentido como propia, mi casa. Tal vez haya quienes me tilden de malinchista por adoptar un país distinto al nativo, pero a estas alturas ya no importa. Tengo razones para llamar mi casa a Canadá, empezando por su cultura, su desarrollo en las artes y sus deportes.
Los primeros días fueron difíciles: conocer una ciudad, aprender su idioma (una cosa es haber aprendido el inglés, a pesar de las deficiencias del sistema educativo zacatecano), saber de sus costumbres, y reconocer las rutas de transporte. Pero poco a poco, casi sin saberlo, fui descubriendo y reconociendo a mi casa, aunque en su momento no sabía que debía dejarla por razones fuera de mi alcance. Después, por tedio, encontré una librería que me parecía un museo: estantes llenos de libros y objetos artísticos, pinturas y música clásica. Un museo al libro ya lo había visto antes: la librería André-a era así, aunque a menor escala y en un pueblo barroco, no tan distinto a Victoria.
La primera vez en Munro’s Books fue peculiar, distinto por la cantidad de ejemplares de distinto calibre, incluso esos libros “chatarra”, que ahora atiborran las distintas ferias nacionales e internaciones del libro. El primer libro que compré fue una edición de bolsillo, sencilla y económica, de Matar a un ruiseñor, que después regalé a Marine Fletcher, mi madre adoptiva ucraniana. El segundo libro fue una antología poética y la biografía de Leonard Cohen, que terminé vendiendo para no pagar una maleta extra en el avión. Esa primera vez me topé con una imagen de una autora “local”, que parecía congelada en el tiempo (una mujer octogenaria con ropa de los años cuarenta). Era Alice Munro.
Hojeé una pequeña antología, Friend of my Youth, y leí las primeras líneas de su primer cuento y me parecieron estupendas, anoté el título de la obra y me prometí que compraría un ejemplar. Jamás lo hice, pero sí lo leí en la Biblioteca de la Universidad de Victoria. Este interés se debió a que, de algún modo, tenía entre mis manos a una autora que jamás habían estudiado en Letras de Zacatecas (como en su momento ocurrió con Severino Salazar y Orhan Pamuk, también mis autores de cabecera). En ese momento, pasaba por un período de rechazo a mi escritura, me daba asco el material que escribía y los describía con bastante dureza. A raíz de esa sobre exigencia, escribí y reescribí varios cuentos, No hay aves en el nido, El curioso sistema de Karin des Merveilles, Caradrio y Geometría de las pasiones –—están incluidas en mi antología Dum spiro spero y otros cuentos (Eternos Malabares, 2021)— y una novela en clave sobre mi familia (¿es que ya podré publicarla, madre?) y una noveleta sobre mi infancia
Una segunda vez que fui a ese museo del libro, conversé con una de las parientes de Munro (¿hija, nieta?) y le confesé que Friend of Youth me habría estimulado para escribir y tenía muchos miedos sobre mi escritura. Ella me dijo que, irónicamente, Alice acostumbraba a reescribir sus cuentos varias veces, no tanto por un gesto de autocrítica, sino le divertían las posibilidades. Le conté sobre Novus anima, ese maldito cuento que vuelvo cada tanto y no me satisface las versiones, y una extraña ópera espacial que jamás voy a publicar, pero que en algún momento voy a rescatar a su villano (un individuo con la capacidad de cambiarse el rostro, a partir de decorar las sombras de quienes se atraviesan en su camino). Ella insistió en que no me diera por vencido y escribiera tanto como me fuera posible, incluso sobre fiestas y reuniones familiares (¿será prudente escribir sobre cómo mi tía Eva narraba historias de terror y yo debí correr al baño para mudarme de ropa porque había ocurrido un accidente?).
Alice Munro se nutrió de sus experiencias de vida, además de que volvía constantemente a los maestros del cuento, en particular a Chéjov. De hecho, entendí que su ropa de los cuarenta entonaban con su interés por Chéjov: la misma autora era un personaje de algún cuento del ruso, quizás Anna Serguéyevna, pero sin el detalle del affaire con el banquero, quizás a otra mujer. Esto me hizo ver que los espacios de sus cuentos eran las zonas rurales de Ontario y, en algunas ocasiones, Victoria aparecía. Pensé en cómo Zacatecas, los chorizos de colores de Toluca y las memelas poblanas se atravesaban en mis cuentos (Dum spiro spero, por ejemplo, ocurre en Toluca, justo sobre la avenida Benito Juárez, en donde se encuentra el edificio de rectoría de la UAEMÉX, en el que trabajé por varios años; Caradrio en la entrada de la catedral de Zacatecas y A la deriva en la Biblioteca Palafoxiana).
Alice Munro dignificó la escritura del cuento contemporáneo, sí, dando énfasis en las historias contadas y protagonizadas por mujeres (¿ustedes no se hartan de leer a tantos varones?), dio un giro al atender a las posibilidades de la escritura breve (¿qué pensaría Borges sobre Alice Munro?) y a la imaginación, considerando las vivencias cotidianas que cualquier caminante vive día con día (imaginarse a un campesino en lugar de un rico aristócrata, sin toda la carga de la comedia decimonónica). Subrayó en la importancia de saber contar y qué contar, aprehendiendo del mundo y sus alrededores. Quizás su muerte ocurrida en esta semana la sentí más cercana, por las implicaciones de su obra en la mía y en mi vida, además de haber estado presente cuando conocía a Canadá.
Fotografía: Cortesía