Sara Andrade
Desde la punta del crestón de La Bufa, las cosas parecen insignificantes. Paso la mirada de izquierda a derecha y veo Guadalupe, Zacatecas, el centro y El Orito. Si me doy media vuelta sobre mi propio eje, veo Bracho y Vetagrande. Estoy rodeada por cerros y me sorprende. Me sorprende más encontrarme ahí, en medio de una roca que corona la ciudad y pensar que allá abajo, entre las serpenteantes calles de mi colonia, puedo pasar horas y horas, encerrada en el perímetro minúsculo de mi habitación, viviendo mi vida entera sin percatarme que, detrás de mí, afuera de mi ventana hay un mundo entero que vive y respira y siente.
En mis tiempos de ávida usuaria de Tumblr, rondaba mucho un post con la palabra “sonder”, que según algún internauta con mucho tiempo libre, significaba “la profunda sensación de darse cuenta de que todo el mundo, incluidos los desconocidos que pasan por la calle, tiene una vida tan compleja como la propia, que viven constantemente a pesar de que uno no sea consciente de ello”. La gente le daba reblog y escribían en sus propias publicaciones: “no puedo creer que no sea la única persona que sienta esto” o algo como “gracias por darles palabras a algo que no sabía que sentía” y tags que incluían el #me o el #relatable de los millenials.
Sonder es una palabra inventada por John Koenig en 2012, cuyo proyecto, El diccionario de las penas oscuras, pretendía crear nuevas palabras para emociones que carecían de ellas. Supuestamente, sonder estaba inspirada por el prefijo alemán “sonder-” que puede significar “distinto” o “particular” y la palabra francesa “sonder” que significa “sondear”. Algo así como “sondear lo distinto” o “asomarse a la particularidad de alguien más”. Un sentimiento que es parecido a subirse al techo de tu casa y asomarte a los techos de otras personas, a los patios de sus casas (que si son muy particulares, entonces son muy sonderianas) e imaginarte que vives las vidas de los demás.
Cuando subo a La Bufa me imagino que soy uno de los halcones que siempre andan sobrevolando la ciudad en perfectas olas que suben y bajan. Mi cuerpo negro, perfectamente delineado sobre el azul profundo del cielo, monta las corrientes de aire y andan de colonia en colonia, mirando los pequeños movimientos de ratón de los miles de ciudadanos de Zacatecas. Me imagino no solamente la vida de mis vecinos, sino también la vida de los pájaros, de las liebres que se meten a sus madrigueras cuando me ven pasar, la de las culebras que se escurren entre los carrizos, la de los insectos perezosos, pegados en la rama de un pirul, viviendo los días que me quedan en esta tierra, esperando que no me coma el gorrión que me ve desde la rama superior.
- A vista de águila, las cosas toman otra perspectiva. Pienso que no es tan importante el trapear mi cuarto, como parece que lo es cuando me encierro en mi habitación. Pienso, también, que soy hermosa en mi pequeñez, tan mía, tan de todos nosotros.