Por Marifer Martínez Quintanilla
Pero el nido no lo dejo de hacer / aunque no logre verte /
ni decirte en medio del desastre / que eres el cielo / el mismo cielo /
por el que se abrió fuego
Minerva Margarita Villarreal, Tálamo.
Comencé a tomar análisis en noviembre de 2021, dos meses después de haber llegado a Madrid, cuando la mudanza había probado ya ser más difícil de lo que anticipaba —en ese momento aún no era capaz de reconocer que lo que había hecho había sido mayor y más significativo que una simple “mudanza”—. Recuerdo el detonante: un viernes cinco de noviembre. Habíamos invitado a unos amigos al piso para una cena mexicana con motivo del día de muertos; como en ese año el dos había caído en martes, era más complicado organizar algo para todos entre semana. Así que la cena estaba fechada para el viernes.1
Los invitados llegarían después de las clases del máster, cerca de las nueve de la noche. Yo tenía libre los viernes. Me ocupé de la cena: taquitos dorados de papa con chile y guacamole, frijoles refritos y pico de gallo. En realidad, la tarea de cocinar no era mucha, el problema fue el espacio en la cocina para hacer todo esto: dos hornillas de vitrocerámica y un espacio de 6m2 separado por una puerta que dividía la cocina del pasillo y del salón.
Soy una persona muy metódica para cocinar, no improviso, voy limpiando conforme termino de usar los utensilios, voy secando, guardando y dejando todo listo. Por la tarde hice la compra de los ingredientes y estuve desde las seis en la cocina preparando todo. A. me llama para preguntarme cómo voy, que lo siente por no poder ayudarme —él tenía clases junto con nuestros amigos invitados—; le digo que no pasa nada, que yo prefería dejar la cena preparada desde antes porque el espacio era pequeño para cocinar. Me dice que no tarda en llegar, que se adelanta él para ayudarme.
Llega, recuerdo haberle dicho qué hacer con algunas cosas y subir a darme un baño, cambiarme de ropa y arreglarme. Eran cerca de las ocho y media; bajo por las escaleras y saludo a tres o cuatro invitados que ya habían llegado. Vuelvo a la cocina, me falta dorar aún algunos taquitos y terminar algo más. A. entraba y salía para preguntarme en qué me ayudaba y yo le decía que nada, que se quedara en el salón, lo mismo los invitados; la cocina era muy pequeña y ya estaba atiborrada, yo también. Escuché cómo a mis espaldas seguía entrando gente al piso. Cuando iba a emplatar me di cuenta de que no tenía suficientes platos ni vasos ni cubiertos. Salí para decirle a A. que buscara en el Carrefour de enfrente algunos desechables.
Al salir de la cocina de 6m2, separada del salón por una puerta, me encontré con un espacio aún más pequeño: trece personas en el salón, algunos de pie, otros sentados en las sillas del comedor, en el sillón o en el suelo; yo viendo desde fuera, con la sensación de no poder entrar.
Empecé a temblar, no podía respirar. Recuerdo que AB., al verme, preguntó si estaba bien, dije que sí. Me acerqué con A. para decirle que salía al Carrefour para comprar lo que faltaba, que no había suficiente para servir la comida, que no alcanzaban las cosas —tampoco el espacio—. Salí. Recuerdo que bajé las escaleras del edificio temblando, sin poder respirar, con una sensación de aprisionamiento muy fuerte. Era noviembre, Madrid ya estaba helada y, sin embargo, me quité el abrigo de tanto calor que sentía. Salí del pasaje de mi edificio para encontrarme con la calle Montera hecha un río de gente, en el Carrefour más gente, a mis espaldas más gente aún.
Empecé a llorar.
Busqué los desechables que no había y salí. Me quedé afuera un momento más, intentando respirar, intentando componerme. Estaba ahora enojada y frustrada por la reacción que había tenido, una reacción que me pareció ridícula, infantil y absurda: mi primer ataque de ansiedad.
Nunca había tenido uno. He vuelto a tener uno que otro. Antes de Madrid esto no pasaba.
Subí, A. notó que algo extraño ocurría, entró conmigo de vuelta a la cocina y me dijo que no importaba que no alcanzaran las cosas, que estaba bien, que todo se veía bien, que la comida estaba increíble. Recuerdo que Y., quien cocina muy bien, entró conmigo para ayudarme a terminar con las tortillas y emplatar todo. Y fuimos haciendo mano cadena hasta el salón.
Todos disfrutaron la cena, la compañía, la bebida; terminamos tarde. Me acuerdo con especial atención que todos se ofrecían para limpiar. M. se acercó al final de la noche y también se ofreció a ayudarnos a recoger y limpiar. Le dije lo mismo que al resto: para nada, que no se preocupara, que los invitados no limpian. Me miró y me dijo: “¿Es cortesía o más bien prefieres que no intervengamos con el sistema?”. Me había leído muy bien y reí: “Es el sistema, no me gusta que se hagan las cosas fuera de orden”. “Te entiendo”, me contestó. Me abrazó y se marchó.
Fuera de orden. Fuera de lugar. Fuera del tiempo. Yo saliendo de la cocina que era pequeña para encontrarme con un espacio más reducido y sentir que estaba fuera. Que no hay espacio ni aire. Que no tengo margen de acción ni de error. Una crisis de ansiedad. Toda una vida fuera de mi control. Después de ese episodio, me tomó todavía diecinueve días más para tener mi primera sesión de análisis.
Hace unas semanas estaba en sesión, hablé sobre cómo me había encontrado constantemente en una paradoja espacial: la casa me consumía, me encerraba, me hacía entrar en ciclos de limpieza constante para sentir que tenía al menos una cosa bajo control; y, afuera, Madrid me quedaba grande. Esa fue mi sensación por un año y medio. El verano del 2022 ha sido de las peores épocas. Lo he hablado con mis amistades latinas: Madrid en verano es más hostil para los extranjeros latinos —irte a casa de vacaciones no es tan fácil cuando no eres europeo.
Finalmente, Madrid no me amedrenta —o ya no tanto—, y la casa se ha convertido en un espacio más entre los espacios que habito: las librerías, las bibliotecas, los cafés, las terrazas, los parques, las calles de Puerta del Ángel, La Latina, Malasaña, Chueca, Embajadores–Lavapiés, Ópera, etc.
Y, sin embargo, haberme apropiado y reafirmado estos espacios para mí, defenderlos y vivirlos, ha tenido un coste personal: dejar otro espacio, uno simbólico y afectivo, un espacio al que hace poco vi de frente y me di cuenta que ya estaba fuera de él.
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1 Todo esto lo recuerdo sin necesidad de constatar con el calendario. Ese es el agrado de atención o control que pongo sobre eventos y detalles.