MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
¿Cómo habitar un lugar, un espacio, una ciudad cuando no es tuya, que es de paso? ¿Con qué se decora el blanco de las paredes y los huecos en los muebles? ¿Con qué palabras, actividades, distracciones se agotan las horas del día? ¿Y cómo haces para repetir el proceso una segunda o tercera vez, cuando la primera ocasión lo hiciste con cosas de otro, con afectos de otro?
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Cuando me preguntan que si me vine sola a España digo que no, porque no fue así. Entonces la oración siguiente ya no es una pregunta, sino una afirmación: “Ah, fue mucho más fácil así, acompañada”. ¿Más fácil comparado con qué? No tengo punto de comparación, yo no había salido de mi país sola hasta ese momento. Emigrar en pareja no evita que la emigración sea difícil, complicada; no evita tampoco la parte de duelo, aún y cuando haya sido una decisión libre la de irse. Y, en mi caso, porque sólo puedo hablar por mí, me queda un resabio después de tres años; algo que estaba flotando y ha ido asentándose con respecto al primer año y mi forma de relacionarme con las personas en ese periodo.
Quienes me conocen saben que se me da bien interactuar con desconocidos, las fiestas y eventos sociales con gente que no conozco de nada no me amedrentan; hablo mucho, me río, saco tema de conversación con agilidad… en fin, hago hablar hasta las piedras. Pero si se trata de hacer vínculos sólidos y reales, ahí les fallo. Puede parecer paradójico. M. dice que tengo una percepción alterada de la realidad en este aspecto porque soy muy transparente, digo lo que pienso y no tengo reparos en contar cosas de mi vida, y sin embargo, si me preguntaran si se me da fácil confiar en las personas lo suficiente como para sincerarme con lo que me vulnera y me preocupa, ahí no. Aunque lo estoy intentando.
Me tomó más de un año encontrar esa solidez en mis amistades aquí, y aún así se sienten frágiles. El primer año me sentí cobijada, no únicamente porque me vine con pareja, sino porque él tenía amigos, conocidos y familiares en el país. Unos más cerca que otros. Pero los tenía. Y ahí radicó lo que podría llamarle, tal vez, el engaño. Que él tuviera de alguna forma una red de apoyo más cerca o que familiares pudieran visitarlo con mayor frecuencia me hizo sentir que yo también tenía un soporte bajo mis pies. Lo que no había contemplado era la posibilidad de que si él faltaba lo demás también desaparecía. La base compartida para sostenerme se disolvería también bajo mis pies.
¿Cómo explicarlo? Puse mucho de mí en sus vínculos, en sus afectos, como si fueran míos. Cenas y reuniones en el piso porque, claro, era nuestro piso. Paseos turísticos en la ciudad con su amigo, el otro amigo, el otro mejor amigo, su familia, la tía que es prima de quién sabe quién del lado paterno… el primo que estaba en otra ciudad, pero venía con frecuencia a Madrid y la pasábamos muy bien. No quiero dar lugar al equívoco: todos y cada una de esas visitas fue encantadora, pero no eran mías. Esos afectos no me pertenecían, eran compartidos, extendidos; en préstamo sin fecha de devolución estipulada.
Hasta abril 2023, y lo ubico así porque entre abril y junio vinieron de visita mi madre, mi hermano y mi mejor amiga que vive en Alemania, fue cuando sentí que algo afectivo era en realidad mío. Que yo era el objeto directo de ese cariño e interés. Entonces, coincidiendo con la ausencia de él, me puse manos a la obra con mis vínculos, mis rutinas, mi espacios, mis afectos. Algunas de las amistades mías que hice en el curso del máster no se terminaron de afianzar, y está bien; otras tiene su movimiento pendular, y está bien; otros se sienten sólidos, casi como los que tengo en México. Pero las preguntas me vuelven a asaltar: ¿cuántos de estos vínculos perdurarán?, ¿cuáles se están volviendo frágiles?, ¿tengo afectos prestados otra vez, debidos a alguien más?, ¿cuánto tiempo más estaré aquí y qué pasará con ellos cuando me vaya?