Daniela Albarrán
Actualmente me he interesado en leer ensayo autobiográfico y entender por qué, históricamente, se ha tratado como un subgénero o, peor aún, un género menor; es por eso que recientemente leí Un lugar seguro, de la escritora tlaxcalteca Olivia Teroba, que nos acerca, desde una perspectiva muy íntima, a su escritura y su historia.
Me gusta pensar en el ensayo autobiográfico como un género que, aunque ya tiene una tradición, últimamente se está escribiendo mucho desde ahí, y me pregunto por qué nos obsesiona tanto leer sobre la vida de las escritoras, conocer una parte de su historia desde su perspectiva, desde su memoria; creo que Teroba responde muy bien a este cuestionamiento, que es personal, pero también creo que es de una generación de lectoras y escritoras, lo digo en femenino, porque creo que es un género en el que particularmente los hombres no se han interesado, insisto, por verlo como algo menor.
Sin embargo, volteo a ver Un lugar seguro y encuentro cuestionamientos que yo misma me he hecho, y precisamente ese es uno de los puntos fuertes que, me parece, tiene el ensayo autobiográfico: es fácil que las lectoras se identifiquen con la cotidianidad del yo. Por ejemplo, una de las cosas que ella se pregunta, respecto a su escritura, es por qué siempre hay algo más importante qué hacer que el quehacer de la escritura y la literatura. Me refiero que siempre hay un sinfín de procrastinaciones que, al final del día, nos evitan ponernos a escribir o leer; no obstante, la ensayista le da una vuelta de tuerca a esa idea, proponiendo qué tal si todas esas procrastinaciones al final del día son las que nos guían a la escritura, o sea, que todas las cosas que hacemos en la cotidianidad, como ir al trabajo, al gimnasio, cocinar, lavar trastes, todas esas cosas que en un primer momento se ven como un impedimento para la escritura, son también parte de la escritura, y que, de hecho, son las que nos impulsan a escribir.
Fregar el piso con más ganas, lavar los trastes con más fuerza y empeño en la limpieza, barrer con ahínco cada uno de los rincones del hogar, Teroba nos interroga ¿acaso estas mismas formas de habitar el mundo no influyen en nuestra escritura y a veces la determina? Es que sí, finalmente todo lo que se escribe va a ser determinado desde el lugar en el que se enuncia la palabra, desde el lugar tanto físico como inmaterial, ese es uno de los puntos más interesantes del ensayo: la escritora se pregunta desde dónde está escribiendo ella, y cómo lograr que existan espacios seguros donde la palabra propia y de otras escritoras pueda existir.
¿Dónde está el punto de apoyo, ese lugar seguro desde donde puede partir la escritura?, se pregunta Teroba, y es que pareciera que desde la tradición literaria, y de las mujeres escritoras, Woolf es el referente más importante sobre la creación de espacios seguros para la escritura, la creación del concepto “cuarto propio”, pero si lo trasladamos a la actualidad, me parece que el texto de la mexicana nos proporciona una panorámica más cercana a la realidad, pues un cuarto propio es quizá un departamento prestado como el de ella, o una oficina, o un parque, o cualquier espacio que nosotras hagamos seguro y propicio para la escritura: “Parece que solo puedo escribir en espacios a los que estoy habituada; aunque he armado aquel aceptable centro de trabajo, escribo esto desde la cama mientras el gris deslucido del exterior parece reflejar mi estado de ánimo”, y precisamente eso es lo que me parece más importante del lugar seguro, un espacio creado para la creación, pero también para el descanso, para el desquehacer; justo en la creación de esos espacios está el punto culminante de este ensayo, porque desde esos lugares seguros, desde esas trincheras, se puede combatir el sistema en el que nos vemos envueltas todos los días, un sistema voraz que nos exige trabajar y trabajar, olvidando nuestra escritura, narrando nuestra propia historia.