Por Sara Andrade
Gracias a mi fluctuante obsesión por la ciudad que habito he llegado a cometer un par de acciones que muchos considerarían intrusivas. Yo, que no quiero pensar que soy el villano de la película, me digo a mí misma que todo es parte de una profunda y elaborada investigación acerca de Zacatecas y sus características. Me repito que soy una científica mientras pego el rostro en la ventana de unas de esas casas de 200 años del centro histórico e intento dilucidar el orden de la sala de una familia que no sabe que la estoy observando. Me digo a mí misma que es curiosidad antropológica cuando alguien sale o entra de su casa y yo comienzo a caminar más lento para asomarme por su zaguán. Insisto que todo esto no más que parte de mi metodología cuando me asomo por la ventana para ver los techos de los vecinos.
Me pregunto entonces si es algo que sólo me sucede a mí en mi insoslayable cotilleo, o si es el síntoma de un sentir cultural. Me pregunto si mis acciones serían igual de reprensibles si consideramos que Google Maps o Webcams de México hacen exactamente lo mismo. Quizá no resulta tan grosero porque son ojos que están patrocinados por el capital privado y no son los ojos miopes de una mujer con demasiado tiempo libre durante las tardes.
Mi hipótesis operante es que estamos tan acostumbrados al panóptico de las empresas y los gobiernos, que a cualquier torre de Saurón con su pupila llena de fuego la consideramos amiga si tiene debajo un SA de CV o un punto com. O, por lo menos, no tenemos de otra más que aceptar que vivimos en una sociedad digital que es el equivalente a las alas de un serafín: muchos ojos que nunca se cierra, el ruido blanco de la cháchara interminable de las redes sociales y la posibilidad mortal de que, si dices o haces algo equivocado, serás obliterado de la faz del Internet.
Supongo que, cuando pongo uno contra otro, prefiero sufrir la ira de una viejita zacatecana al verme asomada por la ventana de su casa, que sobrevivir los embates de una funa en Twitter, o de ser cancelada por alguna historia de Instagram de mal gusto. También supongo que es más fácil resolver el problema de tener un vecino metiche (ir a tocarle la puerta con violencia y amenazar con echarle caca de gato si lo vuelve a hacer) que resolver el asunto de que en cualquier momento un TikTok de mí misma bailando y haciendo el ridículo se haga viral y sea conocida el resto de mi vida por ser la mujer que hizo el ridículo frente a 40 millones de ojos.
Supongo que la solución de mis problemas reales e inventados es dejarme de cosas y escalar La Bufa, una vez más, y otear a la ciudad desde la seguridad de su cima rocosa, donde ni Google ni los vecinos de esta ciudad pueden reclamarme ser su testigo.