Por Adso E. Gutiérrez Espinoza*
Lo recuerdo cada vez que miro su cobija y su ropa favoritas, cada vez que me coloco su correa en mi tobillo derecho, cada vez que encuentro vacíos su cama y sus espacios recurrentes. Ahora que ella no está lo recuerdo, pensé anterior a su muerte que ese momento lo habría olvidado, como suele suceder con acontecimientos, y que jamás volvería a mi memoria, tal vez como otros hechos que sabrá Dios cuáles y por cuánto tiempo. Decidimos dormirla: su salud había mermado y su cuerpo no era el mismo. Huesos ya era una perra de diecisiete años, longeva si me preguntan.
Recuerdo cuando llegó a casa. Entró impetuosa. Movía su cola de un lado a otro, haciendo que su cuerpo se moviera frenéticamente. Era esbelta, larga, con el pelaje esponjado, como si llevara pantalón bombacho. Blanca, sí, pero dejaba unas huellas diminutas en el suelo —había llegado con la entonces pareja de mi hermano—. La vi, a Huesos, y nació la necesidad de abrazarla: olía tan bien, tan suave y blanca. Me lamió la cara como si nos conociéramos desde siempre. Así, nuestro primer encuentro.
El plan: Huesos debía quedarse por unos días mientras le encontraban un hogar. Pero esos días se volvieron semanas, meses y años. Terminó adaptándose a nosotros y nos volvimos una familia, aunque no era el primer lomito adoptado —aún vivía Herón, que fue obsequio de mis difuntos abuelos—. En un momento dado, me hice la promesa de que a ella no le faltaría nada, darle una buena vida y llena de amor y alegría.
Así fue. Viajamos, conocimos pueblos y ciudades. Comimos tanto helado de fresa, nuestro favorito. Corrimos en distintos parques y terrenos amplios. Subimos cerros y llegamos a montañas, aunque no tan altas por mi temor a las alturas. Incluso, a principios de este año, fuimos a la playa, en donde nadamos y ella, por el calor, distinto a lo que normalmente vivía, se enterraba en la arena y comía pescado. Durante estos diecisiete años crecimos a la par —cada cambio lo veíamos con cierto desconcierto, su pelaje crecer y el mío igual, cortando a cada rato el pelo, sin saber que de alguna manera nos acompañábamos—, estuvo para mí en esos duros momentos —mis ataques epilépticos (en los cuales ella se mantenía y no permitía que nadie se acercara, salvo mi familia), las muertes de mis abuelos y desamores— y en alegres momentos —triunfos, metas alcanzadas y nacimientos de proyectos literarios—. Ella estuvo siempre y cada decisión tomada la hacía pensando en dos, en ella y en mí, porque no era mi mascota (me da asco pensar así, un animal no es una propiedad), sino mi compañera y mi familiar. Con su vejez, vino el darme cuenta de que la naturaleza funcionaba distinto, ella envejecía más rápido, pero seguía viéndola como mi compañera. Había algo significativo en este periodo y no se trataba de retribución o epifanía, sino confirmar que había más amor y empatía, que una simple conclusión.
Lo poético en estos años de acompañamiento radicaba en cómo creamos vínculos de amor (propio y a los demás), en cómo esos años fortalecieron nuestra seguridad y cómo entendí a respetar toda expresión de vida, por más diminuta que fuera. Lo poético es haber aprendido a crear vínculos; sabido lo maravilloso que es vivir, pero sin olvidar sus claroscuros; sentido cómo el acompañamiento fortaleció, y aprehendido la maduración.
Más allá de ese dolor, que aún es fresco y recordarla me quiebra porque aún la echo de menos, hay un profundo agradecimiento por todos estos años, estos diecisiete años que significó la mitad de mi vida, que para ella fue la totalidad. El todo por las partes, bajo la profundidad de un dulce amor que se reconoció en ese primer encuentro. La pureza y el encuentro. La echaré de menos, sí, pero agradezco por todos estos años.