
MAR GARCÍA
Todavía pienso en lo que pude decir mejor, en lo que debí decir, en lo que debí callar.
El desafío llegó intempestivo, sin atisbos, no sé qué me causaba más pánico: hablar frente a una multitud a la que estos temas parecen importarles poco, o estar en medio de una multitud en la que mi voz sólo sería una más.
Sigo caminando las calles de la ciudad, no sin miedo.
Hice lo que pude. Es casi imposible implantar nuevas conciencias en quienes todos los días observan la misma escena. Sentí que hacía algo, que las defensas argumentales que tantas veces he pronunciado nacían en la vida que se vive todos los días, la de afuera.
Todavía pienso en lo que pude decir mejor, en lo que debí decir, en lo que debí callar.
El medio día pasó en el camino a casa. Pensaba en todas las cosas sagradas que he ido acumulando, en las que he perdido o en las que no supe moldear por no tener la presencia de Beatriz. Hablé de Alice, de Lois, de Germaine y de Dorothy, las llamé trasgresoras, las ubiqué fuera de su tiempo. Hicieron lo que pocas, hicieron lo que muchas, hicieron lo que otras que han quedado en el olvido, escondidas tras otro nombre.
No planeaba ese desvío. En el fondo sabemos que haríamos todo por la otra, con un mensaje, un abrazo, una disculpa. El dulzor en la boca se tornó en amargura, pensé en el bien y en el mal, pensé en una de las frases que siempre he escuchado: ¡qué chingue a su padre el diablo!
Me quedé vedada. Hice alarde de mi sutileza, hilé las palabras y oraciones lo mejor que pude. No hablé de Alice, de Lois, de Germaine ni de Dorothy, hablé de mí, de la falta que me hizo Beatriz y de lo agradecida que debía estar porque yo podía serlo.
Todavía pienso en lo que pude decir mejor, en lo que debí decir, en lo que debí callar.
Me fui con el espíritu revuelto, con la pregunta en la boca, con el ánimo magullado como la manzana que cayó de mis brazos por resistirme a utilizar una bolsa de plástico. Me repetí la importancia de las coyunturas como la aguja que cose o descose dos eventos. Quise guardarla en un frasquito, no pude. Con más fuerza dejaría que los rayos del sol y la mezcla de mil perfumes acicalaran el siguiente momento.
Perdimos de vista el dolor ajeno y perdí el propio. Lo recuperé ese día que no fue un día cualquiera, en la impronta de incontables afiches.
Seguí caminado las calles de la ciudad, no sin miedo.
Más miedo me dan los pensamientos anteriores y los pasos de los días después, porque parece que no tienen fin o no quieren tenerlo, aun cuando se han levantado sobre profecías implantadas y la predisposición para cumplirlas.
Recuerdo haberle comentado: La distancia nace de quienes se sienten inferiores, de quienes poseen una edición de diccionario en la que iconoclasia significa destrucción, de quienes abusan de su posición, de quienes interpretan la justicia, de quienes parecen no tener hermanas, hijas, esposa, madre.
Todavía pienso en lo que pude decir mejor, en lo que debí decir, en lo que no debí callar.