FROYLÁN ALFARO
Querido lector, vivimos en un mundo que celebra la obediencia como virtud. Desde niños, nos enseñan a seguir las reglas, a respetar las jerarquías y a aceptar las normas como si fueran verdades inmutables. Pero la historia del pensamiento humano, esa chispa que nos diferencia de las bestias, no está escrita por aquellos que simplemente siguieron órdenes. Está escrita por los desobedientes. Por aquellos que, ante la presión de lo establecido, se atrevieron a cuestionar, a desafiar, a decir “no” cuando el resto decía “sí”.
La desobediencia, en su esencia más noble, no es un acto de simple rebeldía. No se trata de rechazar las normas por el mero placer de contradecirlas. Es un acto de creación. Cada vez que desobedecemos una regla injusta, cada vez que rompemos con un pensamiento caduco, estamos abriendo espacio para algo nuevo, algo mejor. Galileo desobedeció a la Iglesia y cambió nuestra comprensión del universo. Sócrates, con su insistente cuestionamiento, desobedeció el consenso de Atenas y nos legó la filosofía. Rosa Parks desobedeció la segregación racial, encendiendo la mecha de un movimiento por los Derechos Civiles. Estos actos de desobediencia no fueron caprichosos; fueron necesarios para el avance de la humanidad.
¿Por qué, entonces, seguimos glorificando la obediencia ciega? En las escuelas, en los trabajos, en nuestras interacciones cotidianas, se nos premia por no hacer olas, por seguir el camino marcado. Pero, ¿qué sería de nosotros si todos lo hiciéramos? La obediencia puede garantizar una sociedad ordenada, sí, pero es una sociedad sin pensamiento crítico, sin creatividad, sin alma. La desobediencia, por el contrario, aunque caótica en apariencia, es lo que nos permite crecer, es lo que rompe las cadenas que nos atan a lo obsoleto.
Hay una desobediencia productiva, una que es vital para el desarrollo del pensamiento y la sociedad. No es la desobediencia que se regocija en la destrucción, sino la que busca construir algo mejor en su lugar. Es el impulso de decir “esto no está bien” cuando nos enfrentamos a la injusticia, de preguntar “¿por qué debe ser así?” cuando las respuestas que nos dan no son suficientes. Es la desobediencia que conduce al cambio, que impulsa la evolución de las ideas y de la sociedad.
Pero desobedecer no es fácil. Implica enfrentarse a la mayoría, a veces a uno mismo. Requiere valor, porque desafiar lo establecido siempre conlleva el riesgo del rechazo, del castigo. Sin embargo, es precisamente en esa valentía donde reside el progreso. Porque aquellos que desobedecen con propósito, con razón, son los verdaderos agentes del cambio. No son los conformistas, sino los inconformes, los que transforman el mundo.
En esta Apología de la desobediencia, no estoy sugiriendo que rechacemos todas las reglas. Estoy apelando a algo más profundo: a nuestra capacidad de pensar críticamente, de cuestionar lo que nos rodea, y de tener el coraje de desobedecer cuando el pensamiento y la justicia lo demandan. Sólo entonces, querido lector, podremos aspirar a una sociedad que no sólo funcione, sino que también piense y progrese.