DANIELA ALBARRÁN
Hace unos días, en mi trabajo, nos dieron capirotada y cual madalena de Proust recordé que mi abuela hacía mucho este postre cuando yo era niña y que decidí comerlo contadas veces porque “no me gustaba”; ahora pienso en dos momentos: el primero es que creo que hay comida que nos empieza a gustar en la medida en que vamos envejeciendo y, segundo, que no volveré a comer capirotada hecha por mi abuela, y prácticamente ningún platillo.
No, mi abuela no ha muerto, pero me he hecho a la idea, desde casi que tengo memoria que ese día está cada vez más próximo, y es que ahora de verdad está cada vez más cercano, o al menos eso espero. Pensar en la proximidad de la muerte de alguien a quien amamos es algo que ni siquiera es lícito pensar; sin embargo, cada día pienso en su próxima muerte primero, porque la muerte es algo que sucederá sí o sí, y pensar en ello me prepara para un duelo que he estado viviendo ya varios años y, en segundo y quizá el más importante, es que tengo el ligero presentimiento que uno se cansa de estar vivo, sobre todo cuando las condiciones de vida cada vez merman más.
Cuando pregunto cómo está mi abuela recibo respuestas animadas de que verdaderamente está mejor que bien. Y ese “bien” poco a poco se ha convertido en un decaer de la vida, ojo aquí, que este decaer de la vida no tiene nada que ver con una supuesta salud que se basa en el movimiento de los signos vitales, sino en un cansancio existencial que es prácticamente imperceptible porque se vuelve costumbre.
Voy a visitarla y muy platicadora como siempre, me repite historias que cada vez son más delirantes, en un viernes me pregunta si es martes, y cada día me da más miedo preguntarle eso que te hacen cuando recibes un golpe en la cabeza y quieren comprobar si estás lúcido: ¿qué año es? ¿En qué ciudad vives? ¿Cuál es tu nombre?
Y a raíz de esto, he pensado mucho en la vejez, en la propia y la de quienes me rodean, sí, la ancianidad más próxima es la de mi abuela, y, por consiguiente, la de mi madre. Y es que, así como a nuestras madres no las preparan para que nosotros lxs hijxs crezcamos, tampoco nos preparan a los hijos para ver envejecer a las madres1, a verlas cada vez más pequeñas o frágiles, a verlas cada vez perdiendo más autonomía.
Veo por supuesto a mi abuela y de autonomía no tiene casi absolutamente nada, puede ir al baño, comer, e incluso dar algunos pasos sola, pero necesita asistencia para bañarse o vestirse, por ejemplo; y, aunque mi madre aún le queda, espero, al menos unos 10-15 años de autonomía; sin embargo, empiezo a ver el decaimiento de la vida, vaya, sé que tiene planes, tiene una pareja, es económicamente independiente, y tal, pero la otra vez me dijo que iba a comenzar a hacer ejercicio porque, la cito: “ya se estaba oxidando”; y pienso que es eso un poco la vejez, y que me asusta muchísimo más la vejez de aquellos que son cercanos a mí más que la propia, yo, en cuanto comience a no soportar el cansancio de mi cuerpo y de mi mente podré resolverlo sin chistar, pero ¿cómo terminar con el decaimiento de la vida de cuyas vidas no te pertenecen? Si no hay, no existen políticas públicas que nos permitan hacer descansar a quienes ya no soportan el cansancio de estar vivos.
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1Escribo madres y no padres porque en México casi nadie tiene un padre, como yo, por ejemplo.