OSCAR ROMERO MERCADO
Al terminar la escuela nos fuimos en grupo. Caminábamos arrastrando los pies para levantar el polvo. En nuestras espaldas cargábamos las mochilas entreabiertas, en cuyo interior llevábamos un montón de libretas, lápices sin borra, colores sin caja y en muchas de ellas, las sobras de un desayuno sencillo. Aquel día decidimos tomar el atajo a casa por el cementerio, saltando sobre las tumbas y rodeando algunas fosas. El día se tornaba gris. Sobre nuestras cabezas las nubes se arremolinaban, los vientos soplaban y hacían sentir en nuestra piel el frío del otoño.
Pablo, el más regordete, iba detrás tratando de seguir nuestros pasos. Mientras nosotros saltábamos y corríamos, él caminaba jadeante. Nos detuvo en seco –¡Miren, hay unos huesos fuera de esa tumba!– Volteamos y fuimos a toda prisa. Era una sepultura que parecía una diminuta capilla con puertas rojas. Demasiado vieja. Se veía el paso de los años en ella por el descuido de sus adornos, flores de plástico de un rojo y azul desteñido, botellas con agua enlamada, pasto y flores silvestres consumiendo las paredes. Asomándose entre las puertas, un pequeño cráneo empolvado que reflejaba una ligera sonrisa.
Hicimos un círculo para contemplar lo que estaba ante nosotros. El cráneo de un niño. Roído por el tiempo. Fracturado y terso. El miedo nos embargó, comenzó a reinar el silencio. Percibimos el olor de la muerte. Ese aroma viejo y rancio que se queda en las fosas nasales y se asienta en la boca. Mudos. Con el cuerpo paralizado. Pablo tomó el cráneo en sus manos y dijo en tono burlón –Al que le caiga le hiede– y lo lanzó hacia arriba con todas sus fuerzas.
Por instinto o por miedo, todos corrimos de prisa, lanzando manotazos al aire, jalándonos para impedirnos el paso. De pronto se escuchó un estruendo acompañado de un agudo lamento. Teníamos la piel erizada y nuestro cuerpo nos pidió no solo correr, sino dar saltos gigantes. Sentíamos la muerte detrás. Nos reunimos todos fuera del cementerio. Pálidos y sin aliento. Recorrimos rápido la vista cerciorándonos de que estuviéramos todos. Faltaba Pablo.
Decidimos volver, no podíamos dejarlo atrás. Hicimos pequeños grupos de búsqueda. Después de unos minutos, alguien gritó que lo había encontrado. Corrimos para verlo. En una fosa no tan profunda estaba Pablo tirado de panza. Llorando. Al lanzar el cráneo sólo había logrado dar tres o cuatro pasos cuando su tobillo falseó y fue a dar a la fosa. Aquel estruendo y lamento agudo había sido él. Todos comenzamos a reír. Lo levantamos, se sacudió la tierra y rio con nosotros.
De mi mochila saqué media torta de huevo –Ora weyes, vamos comiendo bolillo pal susto– Todos arrancamos un trozo pequeño, lo pusimos en la boca y nos supo amargo –A Pablo le hiede tanto que ya mejor se andaba enterrando solo– dije bromeando. Después buscamos el cráneo, lo colocamos en su lugar y le dejamos un pedazo de torta para que también se le bajara el susto por salir volando en el aire.
1 comentario en «Atajo a casa»
Comentarios cerrados.
Buena aventura de morro, recree todo el evento en mi mente como si hubiera estado ahí