Arturo Aguilar
Howard Phillips Lovecraft, en un ensayo, habla sobre cómo el miedo es el sentimiento más antiguo del hombre. Es también uno de los más actuales y populares. Tenemos una extraña ambivalencia con él, por un lado, nos desagrada y le huimos, pero por otro nos encanta ver películas o series de terror, leer a Lovecraft o a los escritores a quien debe demasiado: Chambers, Bierce. Era un hábito común en la niñez de la mayoría de las personas, me atrevo a decir, juntarse en un círculo con fuego en medio en un lugar oscuro para contarse historias de terror, leyendas del lugar, confesiones de haber visto al diablo y encararlo para luego recordarle a su madre y erigirnos por encima de la oscuridad.
El miedo (terror-miedo arbitrariamente, los manejo como iguales) recuerda lo efímero de la vida. Nos desagrada porque tener eso presente duele, si bien Marco Aurelio y mucha filosofía nos dan tips de vida porque ésta pronto se acaba (como la canción), omitimos esto último. Nos pone así también porque a menudo nos muestra un mundo donde nuestra lógica ya no puede explicarnos más. La incertidumbre es aliada directa del miedo. Las historias de fantasmas desafían las leyes de la biología porque nos hablan de una posibilidad que resulta ilógica para la biología y ciencias duras. Por un lado, asusta por quebrar la racionalidad, por otro lado, nos gusta por la posibilidad que ofrece: la de volver a ver a quien se amó.
La certidumbre da paz y coherencia a la realidad, pero para el miedo no son más que un nicho de posibilidades. Éste puede entrar por cualquier poro de la cotidianidad y presentar un mundo tétrico que amenaza nuestra lógica, un miedo que sale de lo más sencillo y diminuto. Hay uno que existe donde se supone debe haber armonía y perfección, donde todo debe estar armado y ofrecer una explicación lógica, racional y sistémica del universo y la realidad. Cuando pienso en armonía y perfección pienso en la secuencia Fibonacci, número áureo, número de Dios, pero ¿qué pasaría si algo similar a la secuencia Fibonacci, que está en todas partes, llevara no sólo a la locura individual, sino a la locura colectiva?
El popular mangaka Junji Ito tiene en su haber relatos terroríficos, su famosa Tomie y, por supuesto, Uzumaki. En esta última desafía la certidumbre y la lógica, crea ambientes terroríficos donde la armonía se retuerce y el mundo y sus personajes son sumidos en una espiral de demencia, canibalismo, anarquía, violencia y demás cosas que resultan accesorios del miedo primordial: el miedo a lo que no tiene sentido. Mientras que la secuencia Fibonacci ofrece perfección y armonía, Uzumaki toma la misma secuencia y la pervierte.
La voz de Kirie Goshima nos cuenta la historia de un pueblo que al principio estaba bien, un pueblo a las orillas del agua con un viejo faro, con instituciones firmes y útiles, personas normales, estudiantes, alfareros, etc., que de a poco se torna oscuro. La pesadumbre, horror y sordidez inundan cada una de las imágenes que abundan en sus páginas. La locura comienza con el padre de su novio, quien medio explica y percibe lo que pasa en el pueblo. Kirie lo encuentra perdido en la observación de un caracol que ilustra la secuencia Fibonacci (nunca mencionada en el manga), por más que Kirie le habla no puede sacarlo de su ensimismamiento. Cuando le cuenta a su novio se desata el infierno porque él revela cómo su padre ha sido absorbido por una monomanía con las espirales. A partir de ahí nada vuelve a ser lo mismo, la sola noción de que hay algo mal en el pueblo desata una oleada de escenas retorcidas y monstruosas. Como una maldición que quisiera ser oída y vista.
En Uzumaki gira una tuerca que pervierte y encorva absolutamente todo para darle un aspecto de sombras, miedo y, más que nada, horror, un horror que gira a lo grotesco. En Uzumaki la proporción áurea-razón dorada-secuencia Fibonacci, esa secuencia serpenteante que está en todos lados, no hace más que herir. Cuando no está en los órganos del cuerpo está en los movimientos del viento, en las oscilaciones de las pupilas, poco a poco las espirales se van haciendo palpables, violentas y posesivas: hasta el cabello de la protagonista se vuelve espiral y la controla. Metáfora perfecta de hasta dónde llega nuestro gusto por el terror.
En Uzumaki el terror está en todo: está en la vanidad, en la naturaleza que, destructiva y caótica, se vuelve aún más, en la ambición cuando un tifón arrasa y fomenta la bestialidad humana. Se juntan los peores vicios humanos que llegan literalmente a enredar a los habitantes y formar espirales. El terror está en las galaxias que tienen forma de espiral y perturban las vidas de quienes las observan, está en los gritos, lamentos, súplicas que dan vueltas en derredor del oído. El terror está hasta en la forma de peinarse, en el romance que degenera en obsesión, en la lentitud que degenera en retroceso animal, en la luz que quema. Ni los nonatos están a salvo de una maldición que, dando vueltas en el cielo, baja de a poco para enterrarse en lo más hondo de la tierra y ahí echar raíces para no dar tregua a unos pobladores que sobra preguntarse si tendrán una segunda oportunidad en el mundo.