
SARA ANDRADE
¿Somos hombres o ratones? No tengo respuestas porque, para empezar quisiera ser excluida de esta narrativa. Me salgo de la ecuación porque, como hizo mi amiga personal, Éowyn de Rohan, yo no soy un hombre. Quizá tengo algo de ratón. Me gustan los agujeros y la comida sabrosa, pero en todo caso podría decir que soy un topo o Pennywise, si consideramos comida sabrosa a un niño en impermeable amarillo. No soy hombre, no soy ratón, tampoco payaso. Soy mujer y, si retorcemos la metáfora hasta su límite más desquiciado, puedo ser una rana. Porque me gusta el color verde, me gusta el símbolo de un montón de cosas y, si estoy al fondo de una cazuela, soy propensa a ser cocinada.
La cosa es que soy una cínica y a veces me molesta serlo.
Sobre todo cuando, a mi parecer, parte de la lucha contra el fascismo es tomarnos en serio el horror que le precede. No debe haber espacio para la ironía cuando tu enemigo quiere destruir todo lo que eres y lo que representas, o lo que no representas, tal vez; ese ideal de humano imposible de alcanzar, que sólo posee la persona que te señala. Y sin embargo, cuando el heraldo de la supremacía blanca es Elon Musk no puedo evitar pensar que no somos personas serias. No puedo creer que éste sea el enemigo del Oeste, disfrazado de salvador. No puedo creer que hay gente que llora detrás de su computadora porque nunca respirará el aire de sus grandes héroes de la era digital. Trump y su oreja, Andrew Tate y sus crímenes de tráfico sexual, Jordan Peterson y sus lágrimas de rana (pero de otra raza de rana, no como mi yo-rana. Yo soy rana en un haiku de Bashō; Jordan es Ke-kermit ruin).
Quisiera irme hasta el otro lado del espectro y encontrar satisfacción en criticarlo sin sentido. Quiero burlarme de su cara de sapo, de su cuerpo contrahecho y su rareza de eunuco pérfido de la corte de Ronan, susurrando fantasías venenosas en las no-orejas de su rey deshecho. Pero no puedo, porque también sé perfectamente el daño que están ocasionando con su narrativa de naz(i)gûl, siguiendo las directivas de una criatura bigotona que prefirió cabecear un bala que aceptar la derrota. Hasta Sauron se fue con mejor estilo que estos pedazos de basura.
Pero aquí estoy, de todos modos, rana en el fondo de una cazuela, sintiendo como el agua se pone cada vez más calientita y me entra el sueño y cierro los ojos y pienso en las cosas bellas, esas que están lejos de las manos sucias de estos orcos de Isengard (¿por qué estaré insistiendo en las analogías a El Señor de los Anillos? ¿Por sus obvias connotaciones eugenistas o porque desearía que Luigi Mangione se convirtiera en mi señor Frodo?). Me quedo en el fondo de mi cazuela, compartiendo el yacusi con mis otros compatriotas. Ranas y ratones. ¿Los ratones nadan? Pregunta alguien. Un ratón, calado hasta los huesos, le dice que es clasista el preguntar eso. La rana dice que como es neurodivergente su tono suele ser un poco rudo, pero que su pregunta es válida. Los ratones opinan todas que las ranas son idiotas y las ranas dicen que los ratones deberían perder el derecho a la expresión.
Y mientras tanto, la rana de Bashō, esa que hizo ruido en el agua, se asoma a ver como una mano blanca y llena de manchas de sol sube la flama de la estufa.