Ezequiel Carlos Campos
Soy alérgico a los animales. Esta afectación viene por mi madre, creo. Ella les teme a los perros y no le gustan los gatos; según recuerdo, una vez un perro le mordió el pie y, desde entonces, los animales han quedado fuera de su ideal de hogar. Mis hermanos y yo crecimos con esa idea, no podíamos tener mascotas porque mi madre explotaba. ¿Cuál es la percepción de una infancia sin animalitos? Siempre he bromeado que mi familia es fría, sin sentimientos, por culpa de la falta de mascotas. Y lo sigo pensando.
Supongo que la alergia es una burla del destino; de niño imaginé tener un San Bernardo y llamarlo Cujo o un Gigante de los Pirineos para llamarlo Tolstoi. Nada de eso ha pasado. Sin embargo, en el momento en que la incertidumbre de vivir o morir estaba latente en la cotidianidad, apareció un gato afuera de nuestra puerta. La pandemia significó un cambio a nuestra frialdad. Un gato blanco como los cubrebocas que usábamos, con manchas grises que querían decirnos algo. En aquel entonces leía una antología poética de Boris Pasternak, y el nombre surgió de inmediato: Boris.
Un gato pequeño necesita ayuda. Gente sin mascota necesita ayuda. Quiero creer que Boris nos escogió porque parecíamos zombis en un mundo contagiado. Se acercó, no supimos cómo reaccionar. El cariño que nos regaló ese primer encuentro jamás lo voy a olvidar. Fui a la tienda a comprarle croquetas y un sobre de comida. ¿De dónde vendría este gatito tan hermoso y perdido?, me pregunté. Mis nulas habilidades de constructor salieron a la luz, por lo que armé una caja con una cobija para que este gatito, ahora Boris, descansara de su travesía desconocida. Así quedó él, saciado y con un lugar para descansar.
Al día siguiente estaba esperándome. Le di comida, le di cariños pese a mi nariz tapada. Desde entonces, Boris decidió quitarnos la frialdad del alma y alegrar los días enfermos de la pandemia. Desde entonces, además, anduvo de casa en casa en la privada donde vivimos, presentándose a los vecinos. Y, desde entonces, se ganó el cariño de todos por su amable personalidad, por su belleza y sus ganas de amor. De vez en vez, cuando Boris era pequeño, lo metía a mi cuarto a escondidas de mi madre. Al día siguiente yo amanecía congestionado, lleno de pelos, pero con una risa tatuada. Boris se volvió en la mascota que nunca tuve, aunque sabía que jamás podría ser mío del todo. ¿No es algo enfermo querer apropiarte de algo? Aunque Boris dormía en su caja, afuera, y yo lo visitaba a cada rato para platicar con él y jugar, creamos una conexión que, hasta el día de su muerte, tendríamos. Nos llamábamos con la mente.
Mi madre aceptó a Boris, pero afuera. Se preocupaba de que no le faltara comida. Mis hermanos y mis sobrinos complementaban el cariño que yo le daba. Cuando creció y no cupo más en la caja, una vecina de enfrente le dio asilo en su casa. Viviría en otro hogar, pero Boris no dejaba de visitarme, pidiendo comida. Tres años después tuve que despedirme de él.
Tuve un viaje de casi dos semanas al extranjero. Días antes de viajar Boris nos visitó cuando mi hermana estaba en casa. Tomé una fotografía de mi sobrina con él. Lo vi enfermo. ¿Cómo sabe uno cuando su mascota está muriendo? Mi inexperiencia con los animalitos hizo que lo dejara así. Después ya no lo vi. Me preocupé. Se llegó el día de mi viaje y viví la vida normal, como si todo estuviera bien. Un día antes de regresar a casa, ya en México, mi madre me habló y me dio la mala noticia. La muerte de alguien cercano es la única ocasión en que se me ha movido el piso. De repente inició un terremoto. Lloré. Jamás iba a ver a Boris vivo, es más, no me pude despedir de él.
Una vecina nos contó que Boris quedó en casa de la vecina donde vivía. Estaba enfermo, triste, me dijo. Lo llevaron al veterinario el día en que yo me fui de viaje. Tenía tapada la uretra, algo común en los gatos, dijo la vecina que dijo el médico. Le pusieron una sonda y tendría que estar siete días en reposo. Mientras yo estuve lejos, Boris sufría. La vecina dijo que dijo la otra vecina que Boris quería salirse; y pienso que quería salirse para ser libre de la enfermedad, libre de los días enfermos como cuando nosotros estuvimos así en la pandemia; pienso que quería visitarme, despedirse de mí. No sé. Se puso mal a los pocos días y murió. Lo incineraron. La vecina dijo que le dijo a la otra vecina que si le podía dar cenizas para hacer unos llaveros con su foto. La vecina pensó en mí, en uno de sus dueños que estaba fuera, de viaje, y me mandó hacer uno. Me guardó cenizas. Regresé y tuve una parte de Boris en un frasco, polvo.
La vecina dijo que la vecina echó las cenizas en una maceta. Desde entonces espero que Boris despierte, florezca una flor blanca con manchas grises y me haga estornudar cuando la huela. Sé que pronto él se convertirá en flor. Y cuando suceda la robaré para ponerla en mi casa: el lugar donde siempre tuvo que haber estado.