Por: Gonzalo Lizardo
Ser padrino de Rey Chanate me convierte (supongo) en compadre de los chanates: Manuel Caldera, Édgar Ibarra, Amandina Rodríguez, Mariel Molina y, de manera especial, Óscar Édgar López, el Chanate Mayor, con el que comparto una afinidad doble: una dispareja vocación por las artes plásticas y la creación literaria.
Me alegra un chingo, cómo no, tener semejante ahijado. Apadrinarlo implica un compromiso que será agradable y fructífero en tanto comulgo con los principios estéticos que animan implícitamente sus eventos, sus publicaciones, incluso sus fiestas. Los chanates ven el arte como una experiencia abierta, democrática, ajena a la usura, la avaricia, el elitismo que suele caracterizar al Canon. No se trata de enriquecerse a través del arte, sino de enriquecer el arte con propuestas vivas y actuales, con experiencias auténticas y vigentes. En el fondo, al Rey Chanate lo mueve una voluntad casi pedagógica, ascética y misionera sin dejar de ser hedonista: demostrar que el arte no es una forma de ganarse la vida, sino algo más profundo: una forma de darle sentido y de divertirse en el intento. Lo he comprobado durante estos seis años, al asistir a sus eventos y al colaborar con sus integrantes. Recuerdo con afecto especial el ciclo que organizamos para proyectar y comentar las películas de Jan Svankmajer. O el túmulo funerario que erigimos en la Plazuela del Moral para honrar la obra de Amparo Dávila. O la presentación del libro Una gargantilla tierna es lo que amor digo que crece: ese tremendo volumen de cuentos escrito por Óscar Édgar. Rey Chanate, mi ahijado, merece todo nuestro apoyo para que siga siendo lo que es. El nido de los chanates, donde se aloja y se promueve el arte (en todas sus facetas) con un entusiasmo admirable, desinteresado, contagioso.
Por su espíritu lúdico y dionisíaco, por su visión contracultural, por su espíritu bohemio, brindo hoy por mi ahijado, el Rey Chanate, al que deseo una larga vida, repleta de alegría, amistad y mucha, mucha poesía.