FROYLÁN ALFARO
Lo bueno de escribir una columna semanal es que puede uno escribir de casi cualquier cosa y eso es algo cómodo, sobre todo si son como yo, a quien le dura más una resaca de fin de semana que la certidumbre en la cabeza. La columna anterior, “Menos morir sin florecer”, fue un intento de mostrar que la filosofía puede ser práctica y, aunque trato de seguir mis propios consejos, las verdades se me deshojan en un par de días. Sin embargo, una de mis pocas convicciones es que la filosofía y los zapatos se parecen mucho, pues ambos deben someterse a la crítica del camino.
Es en este sentido que agradezco a uno de mis alumnos el haberme cuestionado sobre la aplicación de las ideas filosóficas a la vida práctica, sobre todo al arte de gobernar. Para mi alumno, en la arrogancia propia de su edad, no había mucha diferencia entre un filósofo y un payaso cuando se aplican sus ideas o chistes a la vida práctica, refiriéndose a gobernar. Para él ambas cosas son inútiles. ¡Y tiene toda la razón! Pero cómo filósofo, otra de mis convicciones es que quien hace reflexión filosófica debe hablar, pues tiene un compromiso con la sociedad.
Ciertamente, es lamentable que por razones propias a su naturaleza los payasos no aspiren al poder, pero que, por otro lado, todo filósofo quiera ser rey (le debemos esta mala idea a Platón). Imaginemos, querido lector, un mundo en el que los trajes coloridos y las narices rojas ocupen los palacios de gobierno, donde la risa y la irreverencia sean las herramientas de la política. Un mundo en el que el poder no sea una carga, sino un performance, donde cada decisión se tome con un toque de humor y de ligereza.
Los payasos, con su buena percepción de las debilidades humanas, podrían haber generado una sociedad donde la humildad y la autocrítica fueran virtudes supremas. Además, al no tomarse las cosas demasiado en serio, podrían haber evitado los horrores del absolutismo y las guerras motivadas por el ego.
Por otro lado, los filósofos en su papel de cómicos habrían desarrollado un tipo de diversión que no sólo entretiene, sino que también educa. Los teatros y las plazas se habrían llenado de diálogos socráticos, de comedias aristotélicas, de reflexiones profundas disfrazadas de chistes, de juegos y de ironía. La diversión habría sido una forma de conocimiento, un camino hacia la comprensión.
Sin embargo, los libros de historia nos muestran que la realidad es otra. Los filósofos, en su afán de ser reyes, han buscado imponer su visión del mundo y esto muchas veces ha tenido resultados desastrosos. Muchos grupos en todo el planeta y en todos los tiempos se han levantado con la bandera de una ideología pura y han terminado por asfixiar la libertad y la creatividad. Los payasos, lejos del poder, han sido testigos de las locuras de los poderosos, pero también han desnudado las vanidades y las contradicciones de aquellos que se toman las cosas demasiado en serio. Sin embargo, han conservado una sabiduría profunda, una que reconoce la fragilidad y lo absurdo de la condición humana. En esto se parecen mucho a los poetas.
Quizá estaríamos mejor si los payasos se hubieran dedicado a gobernar y los filósofos se hubieran dedicado a la diversión. Porque la historia está llena de decisiones absurdas y de líderes que han actuado como verdaderos tontos. Y los filósofos, como bien se reclama, han presentado bonitos espectáculos de lógica y retórica que no siempre han tocado el corazón de la vida práctica.
Tal vez la verdadera lección sea que tanto los payasos como los filósofos deban de encontrar un equilibrio entre la risa y la reflexión (quizá la mayoría de ellos lo hace). Como un pequeño consejo, sigan cuestionándolo todo y más si hablamos del arte de gobernar, pero no hay que olvidar que la nobleza en las acciones de un payaso y las reflexiones de un filósofo no siempre se pueden comparar a las atrocidades de quienes gobiernan. Sin embargo, es cierto que los filósofos y los payasos nos parecemos mucho porque sin humor la reflexión sería incompleta.