MOISÉS OROZCO FRAUSTO
Sin importar la opinión que se tenga de la política de seguridad implementada en El Salvador por el presidente Nayib Bukele, es innegable su capacidad para aglutinar popularidad. Estos índices de aprobación han tentado a muchos líderes y sectores, especialmente iberoamericanos, a replicar el modelo en sus propios países, ante el entusiasmo de los partidarios de la mano dura y el terror de los fundamentalistas del pacifismo. Frente a ese posible escenario es importante hacer una declaración: El método Bukele es imposible de exportar. Las condiciones políticas, materiales y sociales de El Salvador son únicas y difícilmente replicables por otro estado.
Ni México, ni Ecuador, ni Argentina tienen las coordenadas de realidad que permitieron a Bukele aplicar los ya nada excepcionales estados de excepción.
En primer lugar, Nayib tiene un grado de control político de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo que el mismo Andrés Manuel sólo podría soñar. Sumado a eso, está la ingente aprobación popular que rebasa el 80%, lo cual le permite confrontarse con cualquier oposición, controlando la narrativa con total hegemonía.
Ahondando en la narrativa, Bukele ha sido realmente hábil al construir un discurso populista que permea en muchas capas de la población. Las opiniones opositoras a su régimen son acalladas por hordas de sinceros simpatizantes al presidente de origen palestino.
En términos operativos, El Salvador es un país bastante pequeño comparado con las dimensiones del resto de países latinoamericanos. Sus 6 millones 300 mil habitantes son nada en comparación, por ejemplo, con los 130 millones de mexicanos. Las fuerzas del orden salvadoreñas han encarcelado al 1% de la población, lo cual equivaldría a un municipio mediano de la Nación Azteca. Esto permite operar de manera más o menos eficiente la población carcelaria del país centroamericano.
Por otra parte, la manera en que la delincuencia organizada mexicana se integra y mezcla con el tejido social es diametralmente distinta a la forma en que las maras lucen, actúan y participan de la cotidianidad salvadoreña. El hecho de que los integrantes de estas pandillas tengan literalmente tatuados los distintivos de su organización ha permitido al Estado ejercer su fuerza con contundencia; de igual manera, las mecánicas “empresariales” de las maras no tienen la dimensión basal que sí tiene el narco en México. La forma en que los cárteles mexicanos se solapan con las economías locales de su zona de influencia dificulta su desarticulación.
La crisis global de la democracia liberal se ha conjuntado en El Salvador para permitir un escenario singular. Un tejido institucional frágil y desacreditado, un territorio pequeño y poco poblado, organizaciones criminales con características muy específicas y un líder carismático que ha podido concentrar en él una inmensa cantidad de poder blando y duro, han hecho que el Bukelismo sea prácticamente imposible de exportar.