SARA ANDRADE
Una de las cosas que aprendes solamente con la edad es la de darte cuenta de que los adultos que están en control del mundo están tan confundidos como tú cuando eras niño. Por supuesto, la edad otorga experiencias indelebles: ya sabes qué pedir en la carnicería, ya no te da miedo la fila del SAT, ya tienes idea de cómo cambiar una llanta. Pero la confusión inherente de estar vivo, el miedo al fracaso, la tristeza que existe cuando te das cuenta de que no eres infalible, todas esas cosas se mantienen más allá del patio del jardín de niños.
A veces pienso en eso cuando veo a nuestros senadores y diputados discutir algún tema en la legislatura; que son todos unos niños demasiado ensimismados en el juego de la vida posmoderna, de nuestras estructuras sociales, de las trampas de nuestros modelos económicos. Estamos demasiado atrapados en las historias que nos contamos a nosotros mismos para no aceptar las verdades ineludibles: que no podemos hacer nada contra la muerte, que no tenemos control del tiempo, ni de la violencia que nace de las manos de los demás. Que estamos muy solos y que, en esa soledad, lo único que nos queda es la resignación.
Una madre, Virginia de la Cruz, entró al Congreso del Estado, con la intención de hacerles saber que ella había encontrado a su hijo desaparecido en la Semefo, a pesar de que ella había levantado el reporte de su desaparición y las autoridades habían asegurado que José Alejandro no estaba en ninguna parte. En el video que ha circulado en redes, la vemos gritar. Se ve pequeña, en las gradas del Congreso, de pie, reclamando por su injusticia. Todos a su alrededor observan, silenciados por su rabia. Por un segundo me parece que ella es la única adulta, la única que se está dando cuenta de las trampas y enredos en los que vivimos. Por un momento, su rabia es mía también, y por un momento, yo grito junto con ella: “Mucha gente nos quedamos calladas, pero ya basta”.
Es contagiosa, quiero decir.
La inercia, la indiferencia. El alzar los hombros y decir, bueno, ¿qué puedo hacer yo que soy sólo una persona? El cerrar los ojos, el mover los pies incómodamente sobre la tierra.
Pero también se contagian las llamas. Cuando ves a una persona mirar hacia arriba, como buscando señales en el cielo, tú también lo haces, curioso quizá, impelido a participar en cualquier pequeña actividad que nuestro vecino esté haciendo también. Crear comunidad a través de la empatía, de la neurona espejo que lo único que desea es pertenecer.
No somos niños, quiero decir. No deberíamos tener miedo. Deberíamos estar llenos de la rabia de una madre que busca en el polvo a su hijo desaparecido. Debemos tener ese mismo empuje, para salir de esta ceguera, de esta perpetua y tenebrosa infancia que lo único que va a lograr es dejarnos a todos olvidados en los pasillos de la burocracia.