SARA ANDRADE
Alguien había dicho que el calor te baja al cuerpo, que el calor tiene la misma particularidad de la gravedad: te baja al suelo, te clava a la tierra. El calor inflama, pero no eleva. No es una sensación tan grácil como la del frío, que remite a Elsa en su castillo de hielo, erigiendo capiteles con un movimiento de su delgada mano, rodeada de ventiscas azules y copos de nueve. El calor es pesado y pegajoso e invasivo. Recuerda más al ámbar en el que encontraron a los insectos del Pleistoceno, atrapados perpetuamente en una gota cálida, lenta y terrible.
Así me siento. Estoy acostada en mi cama y pienso que voy a vivir toda la vida en este sopor. Estoy sudando sólo de pensar en escribir esta columna, como si el movimiento invisible de mis neuronas fuera tan pesado como correr hacia el cerro. Mis gatos están acostados en el suelo, vencidos por la temperatura. Me pregunto si no tendrán un punto. Me pregunto por qué, súbitamente furiosa, nos inventamos la tontería de la cama y de las sábanas y de la ropa y de la propiedad privada, cuando podíamos habernos evitado este calor infernal viviendo todavía en la fresca sombra de la cueva ancestral.
Ese es el tipo de pensamientos irracionales que nacen con el calor. Y sin pecar de eugenista, tampoco, que de eso no se trata. No quiero equiparar a las culturas del ecuador, del desierto, de la jungla con pensamientos bajos, con comportamientos salvajes, producidos por el ardor del sol. Porque no creo que sea válido y porque creo que mi incomodidad no nace de que yo sea del semidesierto, sino que nace más bien de mi impotencia por hacer algo que erradique mi sudoración. Voy de lo micro a lo macro. Abro la ventana, prendo el ventilador y me quito los zapatos. No es suficiente. Así que bajo a la cocina por un vaso de agua con hielos. Pero no hay hielos. Así que tengo que ir al Oxxo a comprar agua congelada. Y para ir al Oxxo, tengo que ir en carro y agregarla más combustible al incendio de nuestra atmósfera.
Pienso en que Elon Musk debe estar muy fresco desde su Cybertruck mata niños. Pienso que al 1% le debe importar un comino que los tristes aldeanos al servicio de su feudo filosofan sobre si es más conveniente para el alma e ir al Oxxo a comprar hilo y no sudar. Pienso que Zacatecas estaba tan acostumbrado a vivir en unos perpetuos 18 grados, que no tenemos infraestructura ni para el calor ni para el frío y que el embate del cambio climático nos encuentra como gatos de casa: confiados, panzones y confundidos.
Así que no me queda de otra más que seguir la gran sabiduría de mi gato el más gordo: me tumbo en el suelo y me alegro de que el vitropiso esté frío y oloroso a Fabuloso de lavanda. A nosotros los pobres nos quedan pocos placeres y, sumisos ante al calor, debemos dejarnos caer al suelo, hasta que los aires de la revolución nos levanten.