SARA ANDRADE
Intento recordar que era lo que hacía cuando tenía 11 años y quería divertirme en la tarde.
Yo, que nunca tuve una televisión propia, tengo el vago recuerdo de estar en mi habitación, acostada en el suelo y viendo el techo, metida en la profundidad de mis fantasías. Era en esa edad en la que creía que de pensar mucho una cosa se haría realidad. A veces, incluso, bajaba la almohada de la cama para pasar más tiempo acostada en el suelo. A veces me iba al techo de mi casa, a ver el ojo azul del cielo y conversar con su amplia cara, sobre cosas que solo a mí me concernían.
Tomo mi celular. Abro Instagram. Tengo un mensaje en el buzón de spam. Es un bot que quiere hablar conmigo sobre una propuesta de negocios. En la pestaña de Exploración, me aparece un reel de una chica abriendo su nuevo Kindle a color.
Esperen, necesito volver.
Hoy pienso que quizá mi pregunta no está bien planteada. ¿Qué hacía yo de niña para divertirme?, me pregunto con la mano adolorida por haber pasado 6 horas viendo TikTok tras TikTok. Antes de las redes sociales y del doomscrolling y el shitposting. Antes del photodump, los hashtags y los videos virales. Quizá la pregunta que debería hacerme es: ¿necesitaba yo entretenerme? ¿me aburría a los 11 años? ¿mi cerebro clamaba por la administración de la dopamina para seguir adelante?
Tomo mi celular ahora. Abro Twitter. La tercera guerra mundial, Marilyn Cote, una foto de un paisaje de Nepal que no sabía que existía hace un segundo.
No, necesito volver a este texto.
A los 11 años yo estaba por terminar la primaria. Me gustaba leer más que nada en el mundo, tanto que perdí amigos y tardes enteras por preferir un libro. La biblioteca del colegio era mi lugar seguro. Mis padres me sorprendían con libros nuevos. Mi abuela me pasaba los que ella había leído y yo, sin discriminar nada, leía y leía y leía.
Tomo mi celular. Abro TikTok. Un video de un gato maullando, un video de una chica bailando, un challenge, un par de extraños caminando en Nueva York, una reseña de un libro. Oh, quiero leer ese libro, pero no puedo porque estoy viendo la reseña del libro en TikTok.
Mi primer celular me cabía en la palma de la mano, a los 11 años. Era rosa y me lo podía colgar en el cuello. Solo tenía guardados los números de mis papás y de la casa. La pantalla brillaba azul y la batería le duraba dos semanas. A esa edad, no me imaginaba siquiera que podía tener una computadora súper veloz en la mano, con acceso a todas las esquinas del mundo, con el poder para hacerme visible o feliz.
Tomo mi celular.
Lo vuelvo a dejar.
Lo tomo de nuevo y escribo esto con una mano. Ni siquiera estoy viendo nada. Solo lo tengo aquí. Linus y su mantita.
Pienso en mí misma, acostada en el piso de mi cuarto, viendo el techo blanco, capaz de evaporar las horas con la potencia de mi mente en silencio, de mi deseo insatisfecho.
Quisiera poder hacerlo ahora mismo, pero tengo que acabar este texto y luego, volver a al abismo colorido de la saciedad ensordecedora de mi celular.