FROYLÁN ALFARO
Para esta entrada, retomaré ideas previamente exploradas en Un fantasma y un robot y Máquinas de experiencia. Aunque no es esencial leer esas reflexiones antes de continuar, sería recomendable hacerlo. Comencemos con la posibilidad de que, en un futuro no tan distante, la humanidad logre crear máquinas capaces de simular la realidad a la perfección o incluso construir robots dotados de conciencia propia que puedan experimentar un mundo que consideran real, aunque en esencia no sea más que una construcción de códigos y datos.
La pregunta es: ¿qué pasaría si todo lo que percibimos a través de nuestros sentidos no fuera más que una ilusión? ¿Cómo podríamos saberlo? La mayoría de las personas rara vez cuestiona la realidad que los rodea, salvo en esos fugaces momentos en los que despertamos de un sueño que habíamos confundido con la vigilia. Sin embargo, fue precisamente de esta duda que René Descartes, en 1641, en sus Meditaciones Metafísicas, desarrolló la idea de que los sentidos pueden engañarnos. A veces, en un sueño, estamos completamente convencidos de que lo que estamos experimentando es real, sólo para descubrir al despertar que todo era una fantasía. Este fenómeno subraya lo fácil que es para la mente humana confundir lo verdadero con lo falso. Por lo tanto, ¿qué nos garantiza que lo que experimentamos cuando estamos despiertos no es también una ilusión, un sueño del que aún no hemos despertado?
Podría parecer un argumento débil a primera vista, pero consideremos los rápidos avances en la tecnología actual. ¿Qué nos asegura que no hemos alcanzado ya un futuro en el que la realidad puede ser simulada a la perfección? Si este fuera el caso, ¿cómo podríamos saber si somos simples autómatas experimentando un mundo que creemos real? El filósofo Hilary Putnam exploró esta inquietante posibilidad en 1981 en Razón, verdad e historia. Imaginó un escenario en el que un científico, de moral dudosa, extrae el cerebro de un ser humano y lo coloca en un recipiente lleno de nutrientes que mantienen vivo al órgano. Este cerebro, a su vez, está conectado a una supercomputadora capaz de inducir la ilusión de que todo sigue su curso normal. Para el cerebro, parecería que hay personas, objetos, e incluso bellos atardeceres, cuando en realidad, todas las experiencias de la «persona» son simplemente impulsos generados por la computadora.
Si preferimos un enfoque menos técnico y más teológico, podríamos regresar a Descartes y su idea de un ser todopoderoso—un Dios—que, desprovisto de toda bondad, nos engaña constantemente haciéndonos creer que todo lo que percibimos es real, cuando no lo es. Esta visión no es tan distinta a lo que se plantea en la película Matrix.
Ahora bien, ¿todo esto es mera ciencia ficción? Podríamos estar inclinados a decir que sí. Sin embargo, si nuestro cerebro estuviera en una cubeta en lugar de en nuestro cráneo, si viviéramos en una especie de sueño informático o si fuéramos víctimas de un todopoderoso malicioso, nuestras experiencias serían exactamente las mismas que tendríamos en un mundo real. Posiblemente, ni los filósofos ni la gente común creen en serio que estén siendo engañados de alguna de estas maneras. Pero la cuestión no reside en lo que creemos, sino en lo que es posible. Y si estas posibilidades fueran ciertas, entonces todas las cosas que creemos conocer del mundo serían falsas.
Entonces, ¿cómo podríamos distinguir la realidad de lo simulado? Quizá la certeza sea un lujo que no podamos permitirnos en el futuro, si no es que ya vivimos en él.