La principal herramienta de un escritor es el cuerpo. Una se sienta y traduce lo que le regala el mundo, las sensaciones y las postales que se encuentra en el camino. A veces también escribimos sobre lo que no se nos fue concedido: los amores que quedaron guardados en las posibilidades, los lugares que nos fueron imposibilitados porque el destino se nos naufragó, las amistades perdidas porque ya su viaje viraba a otro lado, porque su partida llegó más rápida de lo que creímos apenas hace algunos meses.
Una escribe con el ombligo, las yemas de los dedos y los labios, también escribe con los pies que siguen el andar de todos los días a través de callejones conocidos, con los ojos que se detienen cuando las palomas abren en vuelo porque un par de niños corren en las plazas. Una escribe de lo que habita: su cuerpo, pero también lo hace desde la ciudad que nos ha visto crecer y transformarnos de la infancia a la adultez, de las experiencias nuevas a las ya conocidas y a la inversa.
Cuando el profesor Edgar A. G. Encina me invitó a participar en el colectivo 9+9=30 acepté de inmediato, pensé que sería muy fácil sentarme y escribir sobre algo que ya está desgastado al tacto de tanto que he pasado estas páginas, pero me encontré con una grata sorpresa: un día desperté y comencé a ver mi ciudad con ojos de turista y me encantó. Marbella Melo hizo magia y me colocó en dupla con quien sería mi compañera de viaje: Paloma Lizardo.
Ponernos de acuerdo fue relativamente sencillo, tenemos visiones muy similares en cuanto a lo que queríamos revelar: sí que amábamos este lugar, sí que teníamos mil recuerdos sobre esta ciudad que huele a piedra mojada cuando llueve, pero también que precisamente apesta a orina porque se ha vuelto un baño público con soundrack de tamborazo, que el problema de seguridad nos preocupa para nosotras y quienes todavía andan también en estas calles, todavía es una palabra clave para velar que muchos ya no tienen oportunidad de habitar aquí. Que nos preocupa que el laberinto no nos deje salir algún día.
No sé cuánto tiempo ya tenía con las pestañas cubiertas de barro, pero fue renovador ver que aquellos días grises se fueron retornando cálidos ante la luz ámbar que acompaña el adoquín nocturno, fue triste observar las paredes repletas con rostros de personas desaparecidas porque sí, yo continuaba con una inercia cotidiana, pero alrededor de mí seguía existiendo la tragedia que una cree ajena, hasta que nos pasa.
El primer día que nos encontramos como colectivo nos reímos de las anécdotas que nos ha regalado esta ciudad, ¿qué más patrimonio inmaterial que las gorditas de yesca y rajas con las que hemos crecido? Probablemente lo más bello de este encuentro son los 18 pares de ojos que se pusieron gafas de turista, que se percataron de que hay quimeras en los techos que nos observan, mientras nosotros vamos grises con el sacó autómata en nuestras espaldas.
Pudimos ver a través de otros cómo recorremos la ciudad laberinto sin hilos rojos, y con ellos, que los colores son más vivos, aunque las ilustraciones estén hechos con estilógrafos negros, cuando se comparten los recuerdos de una reliquia o la primera vez que se nos apareció una figura nueva en las fachadas que creíamos escaneadas a fuerza de recorrerlas todos los días.
Desde arriba los laberintos tienen el rostro de dos amantes que se besan, en el centro sobresale la cotidianidad en la que recogemos un libro que se vende en el piso de una callejuela, está una mujer con el vientre abultado de vida y los cabellos ondulantes demuestran que ésta es una ciudad en la que hay movimiento, que el patrimonio existe y que estamos enamorados de él, pero que tampoco nos importa señalar que hay cosas que se deben exigir y que, si es necesario, buscamos incendiar lo que se tenga que incendiar, romper lo que se tenga que romper, cuidar lo que se tenga que cuidar porque ésta, queridas lectoras y estimados lectores, es una ciudad viva.
No lo olviden, ¡juntos incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero