
ENRIQUE GARRIDO
Como si se tratara del maullido delator de un gato negro, el pasado 20 de mayo fueron encontrados restos humanos en las paredes del predio ubicado en la avenida Congreso 3742, en el barrio porteño de Coghlan, Buenos Aires. Esto no sería noticia, incluso acá en México los colocamos a propósito para que la construcción resista, si no es por el nombre que surgió. Resulta que el gran Gustavo Cerati vivió por allá de 2001 al 2003 en esa propiedad que antes funcionó como geriátrico, capilla religiosa y establo.
¿Estamos frente a uno de los casos más horribles de la música latinoamericana? La intriga se amplia, pues, por esas fechas Cerati solía ser visitado por Charly García, Hilda Lizarazu, Fito Páez y «El Flaco» Spinetta. ¿Acaso estos grandes músicos argentinos también dejaron huella como criminales confesos dentro de sus canciones? A saber, Cerati compuso canciones como “Crimen”, “El cuerpo del delito» y «Corazón delator”. Parafraseando a Thomas de Quincey, a la enorme obra de Gustavo se le agrega el asesinato como una de las bellas artes.
La verdad es que sólo es culpable de robar nuestros oídos con su magnífico legado, pues, los estudios forenses señalan que la muerte de ese cadáver ocurrió alrededor de 1995, hace casi 30 años, por lo que no tendría relación con el cantante argentino y el tiempo que vivió ahí; sin embargo, debo confesar que las teorías del asesino en serie eran excelentes. La que más me gustó es aquella donde señalan que Gustavo Cerati era un caníbal y lo confesaba en la canción “Entre caníbales”. Más allá de lo curioso de la conexión entre canción y evento, y de que el verbo se haga carne, creo que le restaría mérito por el exceso de literalidad, como si hubiera portado una playera con la leyenda “I’m cannibal, but that’s ok”.
Y es que la literalidad es un cáncer de la imaginación hoy en día, pues no permite ir más allá de lo inmediato, lo superfluo. De acuerdo con George Bataille, en El erotismo, el deseo sexual es una violencia sagrada que destruye la individualidad y genera comunión; visto así, el canibalismo simbólico implica desdibujar al otro, fundirse con él, consumirlo para volverse uno. No se trata de una muerte literal, sino una fusión donde el yo y el tú desaparecen en el éxtasis más profundo.
Dentro del universo BDSM aparece la vorarefilia (del latín vorare, “devorar”), una parafilia en la que alguien desea ser devorado, o devorar, dentro de un juego erótico, cuya práctica implica confianza, entrega, teatralidad y una fantasía de fusión irreversible. Imaginar al canibalismo como máxima entrega: el cuerpo ya no es barrera, sino alimento, el deseo deja de ser símbolo y se vuelve carne.
No se trata de ser ingenuos, pues siempre existe la posibilidad de traspasar los límites. En 2001, Armin Meiwes y Bernd Brandes transformaron esta fantasía en acto: uno deseaba comer, el otro, ser comido. No fue un crimen impulsivo, que también los hay, sino una ceremonia pactada, grabada y ejecutada. La leyenda cuenta que los videos circulan por los parajes más oscuros de la red.
Por fortuna podemos seguir escuchando la música de Gustavo Cerati sin culpa, aunque con el deseo en cadenas y esperando que el verbo se vuelva carne. Decir “te quiero comer” no es sólo una vulgaridad, implica querer que el cuerpo del otro se vuelva sustancia propia. Trascendiendo la imagen que tenemos del amor, en su forma más radical no basta con besar, acariciar o poseer, se desea incorporar al otro, a su carne, su voz y su recuerdo. Dejemos la literalidad, imaginemos cosas imposibles.