DAVID CASTAÑEDA ÁLVAREZ
Hay poemas que ponen el entendimiento en una encrucijada, y otros que fluyen con una aparente sencillez que parece que no son poemas, sino pequeñas miniaturas o postales de alguien que ha viajado, amado o entristecido mucho. Ello se debe sin duda a lo que el ruso Roman Jakobson llamó función poética, o el uso deliberado de la elección de una palabra sobre otra. Pongamos un ejemplo de Ramón López Velarde, “El perro de San Roque”:
Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo
que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo.
Estos dos versos parecen raros, provocan cierta incomodidad y, a la vez, una cierta sensación de ligereza. Existe una especie de choque de significados. Por un lado, el adjetivo “débil” que califica a “hombre”, da la impresión de que el poema en cuestión tratará de una pieza en donde el yo poético se da lástima a sí mismo. Todavía, la palabra “espontáneo” podría continuar con esa relación semántica que dice que débil=espontáneo. Lo inusitado del lenguaje lopezvelardeano se cifra en el verso siguiente, cuando de pronto elige la palabra “sesos” y “cráneo” para hacer la rima con “espontáneo”. Esa relación es poco frecuente y, casi siempre, desarticula las expectativas del lector.
El ejemplo fue relativamente sencillo. Reconocemos el lenguaje y sus funciones. Pero hay poemas que exigen un esfuerzo mayor, o por lo menos, más detenimiento para leer. Una o dos veces no son suficientes. Esos, creo yo, son construcciones lingüísticas diseñadas para el goce estético de quienes sienten predilección por las contradicciones conceptuales y los sonidos exóticos. Aquí un ejemplo del Altazor de Vicente Huidobro:
No hay tiempo que perder
Ya viene la golondrina monotémpora
Trae un acento antípoda de lejanías que se acercan
Viene gondoleando la golondrina
Ya los decía Jaime Sabines con su texto “Hay dos clases de poetas modernos” que aquí cito íntegramente:
“Hay dos clases de poetas modernos: aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben: ‘Lucero, luzcero, luz Eros, la garganta de la luz pare colores cóleros’, etcétera,y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ‘pinche piedra’. Los primeros son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado ‘Sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada’. —De ellos es el Olimpo que en estos días se llama simplemente el Club de la Fama.
Un mismo poeta puede hacer poemas de estas dos clases. No obstante, los que prefieren el segundo tipo de lenguaje (como el mismo Sabines) hacen piezas de una bellísima trasparencia, como éste, de A.E. Quintero, que habla de un exprimidor de naranjas descompuesto. El poema termina así:
No sé por qué me afectan tanto las cosas
que dejan de funcionar, que se ausentan.
A veces he pensado en comprar dos cosas de lo mismo.
Pero no sé si yo pueda
en lo futuro
con dos ausencias.
Finalmente eres tú, estimado lector, quien decide qué tipo de poema (o de lenguaje) te resulta más afín, cuál se sincroniza con tu propia vida, cuál habla contigo o sabe más de ti, cuál te provoca goce o enojo.
Nos leemos después.