Por J. Luis Carvajal
La última vez que estuvo en Alburquerque, mi novia me trajo dos regaños y un regalo. Primero me reprochó el uso del adjetivo “postvelardeano” porque, en estricto sentido, debería escribir “postlopezvelardeano”. Esta etiqueta, además, debería aplicarse no sólo a la poesía zacatecana: también a la de San Luis Potosí, Aguascalientes y el Distrito Federal, donde vivió y escribió el poeta jerezano. Como no pude refutar su primera objeción, lo intenté con la segunda, antes de que ella me silenciara obsequiándome un libro. “Esta poeta te va a encantar”, dijo, “y también su poesía, esa sí que es postlopezvelardeana”. Intrigado por su comentario, acepté el volumen: Paredes de polvo (Conaculta, 2000), de Laura Elena González. Ubiqué pronto a la autora: todo aquel que se informe sobre las letras potosinas la reconocerá como una activa gestora cultural, editora literaria, profesora de arte y estética. Una notable trayectoria que, como suele pasar, ha invisibilizado su obra poética.
Paredes de polvo aborda temas afines a la tradición barroca latinoamericana. Sus imágenes oscilan entre lo firme y lo frágil, lo duradero y lo efímero, lo luminoso y lo oscuro, pero lo hacen desde una perspectiva única, muy femenina, contrapuesta a la cosmovisión católica-patriarcal implícita en la poesía lopezvelardeana. Su simpatía por las hechiceras como arquetipo de la sabiduría es decisiva: “Las señales aparecieron / y me trasladé a la tierra prometida / exiliada aprendí de nuevo mi nombre / extraje de plantas generosas / bebidas que me hicieron creer en la ambrosía”. Abundan, además, las alusiones a estados de éxtasis sibilino: “burbujas me transportan a una visión inaudita / soy aire líquido gas que desciende a gran velocidad / … / Una mano coloca dos escarabajos sombre mis párpados”. No es raro, por tanto, que la poeta abjure de las religiones oficiales, donde “los altares son refugios de fórmulas / huesos fuente de vanidad”, ni que se afilie con gusto a la heterodoxia: “Somos el árbol deformado / el arca de los vencidos / apátridas de la funesta justicia /… / heresiarcas que predican silencio”.
Sutil y pagano, Paredes de polvo es un canto a la carne, al deseo, a la vida, a las pasiones: “Mi único hogar es mi sangre / fluye corre se retracta regresa / gorjea gimiente la geología de mi cerebro / mitote de genes al azar”. Sus antagonistas, por tanto, son aquellos pobres diablos que imponen su tiranía y su mediocridad: esos fantasmas mediocres, “sentados muy correctos / mutilados de cosas y de cuernos [que] esperan el puntual arribo / de cadáveres de ruinas y extorsiones / que llaman ellos ganancias y repartos”. Finalmente, frente al Cristo que esclaviza a sus devotos, Laura Elena González elige un amor más mundano: el rostro y la mirada del hombre (el Hermoso) que la mira: “No es más tu mirada / no más tu búsqueda Hermoso /Aquí yace mi rostro”.
A través de versos fluidos, bien modulados, la poeta me hipnotizó con la melodía y el misterio de sus sílabas y sus imágenes. Uno de sus poemas, dedicado al abanico, parece revelar su magia. Ese objeto “pasado de moda” se vuelve un emblema de la misma escritura: movido por nuestra mano, el abanico nos hechiza con su brisa de la misma manera que el soplo de una flauta. Tal vez la poesía no sea nada más, nada menos que eso: un aliento sobrehumano que brota del poema, “cadencioso y rítmico / lento más lento que los latidos del corazón”, y que “extiende un padecer de aromas” mientras “la inocente víctima permanece inmóvil / una boa frente al flautista”. El soplo de la poesía, para Laura Elena González, nos basta para derribar las paredes de polvo que aprisionan nuestra alma.