SARA ANDRADE
Durante mucho tiempo tuve la falsa creencia de que leer y escribir eran acciones incompatibles entre sí. Me atemorizaba (y lo sigue haciendo) la posibilidad del plagio, la de copiar accidentalmente lo que estaba leyendo y vaciarlo en mi escritura, cometiendo el peor de los pecados creativos. Toda la vida realicé esa danza: la de dejar de leer cuando escribía y la de dejar de escribir mientras leía. Aunque las dos actividades eran hermanas, capaces de convivir una con la otra, yo me negaba a emparejarlas, a convivir con el bucle eterno de las letras: recibirlas por parte de un libro y escupirlas en una página en blanco. Además el trabajo de leer y escribir simultáneamente siempre me pareció un trabajo académico, exclusivo para la elaboración de ensayos y tesis, nunca para el trabajo creativo e inspirado.
Quizá ahí es donde ahora veo el pliegue del problema. Ahora que ya leo y escribo al mismo tiempo sin problema, volteo a ver mis ansiedades no con desdén, sino con genuina curiosidad. ¿Por qué le temía tanto a la inspiración de los otros? ¿Por qué la influencia de los escritores anteriores a mí me angustiaba verdaderamente, me hacía sudar y temblar? Pienso que la respuesta está en mi educación literaria. Aprendí a respetar el objeto-libro como sagrado y a entronizar a los autores como pequeños dioses que merecían mi absoluto respeto, como un súbdito ante su tlatoani: incluso mi mirada era pecaminosa. La lectura la hacía solamente por la experiencia estética, por la obligación escolar. Tenía que leer Pedro Páramo porque estaba en el currículum, porque es La Novela Mexicana™, pero nunca para acercarme a verle la manufactura, a estudiar con atención cómo es que Juan Rulfo había construido el texto. Estaba yo confinada a ver el derecho del tejido, pero nunca el revés. ¿Quién era yo, de todos modos, para comparar artesanías con un autor consagrado?
Ahora, uno de mis mayores placeres es el de ver la confección en la lectura y, luego, compararlo con lo que hago yo mientras escribo. Es una de las muchas maneras que existen para aprender a escribir: trazar los pasos ya hechos, comparar callosidades en los dedos, contrastar filosofías. No en el sentido del robo creativo, sino en un sentido mucho más comunitario, como sentarte con un grupo de mujeres para aprender a tejer una chambrita. El color y el uso es tuyo, pero la técnica es una amalgama de consejos y de puntos de vista. Si somos lo que leemos, entonces no solamente somos historias, sino hechuras: nudos, puntadas e hilvanados, dobleces, mañas y trampas. Como escritores, somos memoria muscular, caminos pisados en la tierra, sinapsis neuronales, usos y costumbres. Y la única manera de escribir a ciegas es, precisamente, comenzar a escribir acompañado.
Me acuerdo de mi abuela, quien me contó alguna vez que había aprendido a coser al deshacer la ropa y volviéndola a armar y que con el tiempo ya no tenía que hacerlo, que con el tiempo, cuando cerraba los ojos, los vestidos aparecían en su cabeza, listos para hacerse realidad.