VIANEY GUZMÁN
Fotografía: Freepik
Esa tarde de domingo, frente a mi ventana, comenzó a llover. La lluvia me saludaba cual vieja amiga, junto a ella recordé mi infancia. En mi mente se instalaron las calles del pueblo donde crecí. Una a una aparecían, me ví entonces frente a la ventana de mi casa, contemplativa.
En ese tiempo, cuando llovía los domingos, corrían ríos sobre las calles empedradas. Me daba regocijo saber que en ese momento todos estaban en casa, saber que no era la única observando la lluvia, era justo ese día de pausa donde se daba permiso a la vida de ser.
Los domingos con o sin lluvia eran días solitarios pues el comercio cerraba a las tres de la tarde y la gente sentía el único compromiso de ir a misa al anochecer.
Mi casa, que se encontraba en las cuadras centrales del pueblo, era testigo ese día del ajetreo matinal, pues las personas de los ranchos iban al mercado, para después regresar a sus alejadas comunidades cargados de frutas, carne y vegetales en cajas de huevo.
Como vestigio de aquella rutina dominical, en los pasillos del mercado quedaban tendidos en el piso restos de frutas pisoteadas. Aquellas desafortunadas que habían caído entre el movimiento de tantos brazos apresurados y sudorosos, para después quedar ahí, como soldados ensangrentados sobre el lodo al final de la guerra.
Yo, mientras tanto, observaba desde la ventana, disfrutaba ver cómo a las tres de la tarde todos habían desaparecido, como si de algún suceso apocalíptico se tratara. A partir de esa hora las calles permanecían desiertas. Así que la lluvia aportaba un sentimiento nostálgico y a la vez fungía como purga que limpiaba las calles de todos los acontecimientos semanales, que después de ella no serían más. Tomando así, una cualidad de lienzo sobre el cual habrían de escribirse nuevas historias.
Historias como ésta, que se escribía muchos años después en un país lejano. Ahora frente a esta ventana, que en nada se parecía a la de mi infancia. Al volver de ese recuerdo, vi el chorro de agua tibia correr entre mis manos mientras lavaba las verduras. Pensé en ese amor que a la distancia y en silencio había crecido cual montaña, lentamente, sin que nadie notara su presencia. Puse las verduras en la olla y tome los frijoles que lavaría. Nunca hablamos, sólo tenía su rostro y un recuerdo lejano de su voz, pero las imágenes compartidas entre miles de kilómetros habían creado un lenguaje propio. Mi abuela conoció a mi abuelo hasta el día de la boda, toda su relación fue por cartas que dejaban bajo una piedra. Imaginaba que ésta era una versión moderna de la historia de amor de mi abuela.
Una vez escurridos los frijoles, agregué la cebolla, el ajo y las hojas de laurel que me veían, girando como si supieran algo ahí flotando en el agua hirviendo. Entonces recordé la última vez que me había sentido así, la última vez que noté las hojas caer de los árboles, la última vez que sentí el calor del sol sobre mi piel. Que desgracia, tantos años privandome del amor. Ya el agua hirviendo tuve que bajar la llama y comencé a pelar los chiles que ya había asado. No supe en qué momento dejé que esto pasara o si acaso pude escoger, algo tan inocente se convertía ahora en eso que consumía mi mundo. Con las papas ya suaves hice un puré, para después rellenar los chiles. Enjuagué mis manos una vez más y por la ventana los árboles se agitaban con el viento. En ese movimiento salvaje me transporte a un mundo distinto, uno donde habitaba mi corazón como un ente propio, lo veía como una planta hambrienta en medio del desierto, alimentándose de sí misma, de sus ganas.
El matrimonio me había resguardado del amor, hace mucho que no corría el riesgo de sufrir por su causa. Aquí en la rutina y la monotonía todo era seguridad, no había peligro. Los aromas en la cocina me daban calma, pero mi corazón hervía más que aquellas flamas frente a mí. Por qué me pasaba esto, aquí escondida entre quehaceres, alejada del mundo y hasta aquí había llegado el enemigo asaltando mi alma. Me descuidé y ahora ya era tarde, nada podría ser igual, ahora cómo vería a mi esposo a los ojos. Mi mirada delatora lo diría todo, el amor escaparía por mis ojos y se plantaría atrevidamente frente a todos mientras mi esposo hacía las preguntas habituales, como sacerdote dando inicio a la liturgia y yo no podría evitarlo. Sentí el peligro entrar sin permiso a mi cocina. Este amor me mataba y a la vez me volvía a la vida, estaba presente en todo. Acomodé los platos sobre la mesa y me senté a comer junto a mis hijas, pero con un nudo en la garganta no pude más que tomar agua mientras resguardaba este sentimiento que, cual criatura ruidosa, no callaba nunca.
Hermosa historia.
Felicidades a Vianey.