Enrique Ricardo Garrido Jiménez*
Existe un fenómeno que parecería sacado de las mejores historias de Rod Serling para La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964). Resulta que las y los “swifties” (fanáticos de Taylor Swift) reportaron no recordar si la artista cantó las canciones que más les gustaban; otros, indicaron haber sentido una experiencia extracorporal o un estado parecido a la ensoñación durante el concierto. Más allá de la teoría iluminati, este fenómeno se denomina “amnesia inmediata”. De acuerdo al psicólogo Ewan McNay, de la Universidad Estatal de Nueva York, se produce cuando “los niveles de estrés en el cuerpo aumentan debido a una situación extremadamente emocionante, como ocurre en este caso, por lo que las neuronas que se vinculan a la memoria empiezan a activarse casi sin control, motivo por el que resultaría complejo crear o mantener recuerdos”. Básicamente, estás tan emocionado por conocer a alguien que se te olvida que lo conociste. Lo mismo sucede a la inversa, es decir con eventos traumáticos. Una propuesta para no olvidar o, como personaje de Memento, tatuarse cual Hombre ilustrado, sería recurrir a la oralidad.
La oralidad fue, es y será una de las formas en las que la humanidad avanza. Baste pensar en el mono chismoso que, de acuerdo con el historiador Yuval Noah Harari, fue el motor de gran parte de la evolución. A partir de las primeras capacidades lingüísticas, hace 7000 años, la comunicación, sobre todo la referente a monos ajenos, era materia de aprendizaje y determinando qué se podía, o no, hacer o comer. Asimismo, la historia se ha construido por personajes que han descrito, transcrito u oído lo que otros hacen, y cuya labor es trasmitir esta información de manera verbal. Antecedente de los juglares, los cuales, en la edad media, cantaban las gestas de héroes, preservando su leyenda. A mi modo de ver, uno de los herederos de la labor de los juglares fue el periodismo, particularmente los y las cronistas. Sin meternos en honduras sobre la definición y los límites de la crónica, me quedo con las palabras de Carlos Monsiváis en el prólogo de A ustedes les consta: “Cronicar es capturar las sensaciones del instante, apoderarse de la esencia de Cronos (el tiempo narrativo)”. Evidentemente hay muchísimas otras acepciones; no obstante, ésta funciona perfectamente para exponer a un espectro de la urbe.
Les cuento: en un evento extra-ordinario (por la dosis extra de regularidad), el autobús que tomo diario para dirigirme a mi trabajo quiso poner en jaque la ley de la impenetrabilidad con otro automóvil. Desafortunadamente, para la ciencia, el experimento falló y nos vimos en la necesidad de abordar la siguiente unidad. Independientemente de que este nuevo autobús juzgaba como una recomendación la capacidad de personas al interior, me llamó la atención un hombre que iba detrás.
Se trataba de alguien, calculo 40 a 50 años, listo para “el jale”. Como si se tratara de una demanda social foucultiana, tomó el discurso comenzando a relatar lo que acontecía. Desde “este cabrón cree que vamos a entrar”, hasta “yo vi que el chofer venía echo la chingada, antes no mató a alguien” pasando por recreaciones del accidente desde distintos ángulos. Cada que veía al alguien con cara de zozobra, narraba lo sucedido, pues las variantes de la historia dependen del número de oídos.
Estos personajes no son ajenos de la realidad cotidiana y aparecen con cada oportunidad. Quien escribe los denomina “cronistas de ocasión”. Son los voceros de instante, los historiadores del momento; su labor es fijar en la memoria lo acontecido. Vistos así, contribuyen a la creación de la realidad desde su tribuna. Ahora bien, cual espectro, aparecen en accidentes de tráfico, peleas, manifestaciones, desastres naturales y casi cualquier acaecimiento que merezca ser contado.
Por otro lado, son seres que tienen una personalidad particular. No cualquiera puede ser cronista de ocasión, pues debe tener la picardía y sencillez de editorialista, saber hacer los comentarios adecuados. Francamente, yo siento pavor que un día me pidan serlo, pues sobre intelectualizaría, hablaría del cuento de Clarice Lispector, Amor (1952), y lo ominoso que puede ser un autobús, o aludiría a película de Jim Jarmusch, Paterson (2016) y el chofer-poeta… sin duda, cada quien en su trinchera.
Con todo, a las y los “swifties”, al margen de las friendship bracelets, sugeriría que asignen a alguien la ardua tarea de cronista de ocasión, y así no olviden la felicidad de la experiencia al encontrarla en las palabras del otro.