
El cuerpo ha sido siempre un lienzo, un territorio ajeno que otros han pintado con sus deseos y temores. Se ha dicho que el erotismo es pecado, que la carne es algo que debe ser ocultado, cuidado, sometido. Pero ¿qué sucede cuando el ser se convierte en el autor de su propia historia? ¿Qué sucede cuando el erotismo ya no es propiedad ajena, sino la manifestación de una libertad propia?
El cuerpo ha sido retratado a través de los ojos de otros: filósofos, poetas, sacerdotes, pintores. Pero nunca ha sido solo un cuerpo. Ha sido despojado de la capacidad de apropiarse de sí mismo, de explorar sus deseos sin la culpa de ser observado. ¿Qué ocurre cuando ese ser se convierte en la mirada y se ve a sí mismo por primera vez? En esa mirada, no hay vergüenza, no hay arrepentimiento; sólo hay libertad.
Erotismo es un acto de transgresión. Y al recuperar el cuerpo, se despierta la rebelión. El deseo no pide permiso, no se somete a reglas ni a convenciones. En la piel, los límites se diluyen, las fronteras se desvanecen y cada poro es una resistencia a lo impuesto. No hay redención en esta transgresión, sino una afirmación de sí mismo, una forma de existir en plenitud.
El erotismo es un campo de batalla, sí, pero es un campo de batalla que se elige. El ser no se somete al deseo ajeno, sino que lo abraza, lo toma como propio. Cada caricia, lengua y ojos son una forma de reescribir la historia del cuerpo. Ya no es la musa distante, el objeto pasivo de la mirada ajena, sino el sujeto activo que redefine el deseo.
En el acto de transgredir, la piel no sólo se libera de las cadenas del juicio, sino que encuentra una profunda conexión con su propia sensualidad. Ya no necesita las etiquetas que la sociedad impuso: «prohibido», «decente», «decadente». Es él mismo, en su totalidad, poseedor de su deseo y dueño de su carne.
Este erotismo no es solo físico. Es una explosión mental, emocional, una declaración de que el deseo no es un pecado ni una vergüenza. El deseo es una necesidad inherente, una expresión del ser más profundo, que surge desde lo más íntimo, sin disculpas.
Y así, al transgredir, el ser se reinventa. Ya no hay espacio para la culpa ni para el arrepentimiento. Hay espacio sólo para la afirmación. En su cuerpo, en su deseo, en su erotismo, se convierte en su propio dios, en su propio arte. Y no hay mayor acto de transgresión que este: el de vivir sin pedir perdón.
Por eso, queridas lectoras y estimados lectores, les dejamos un poco de uñas, rugosidades y autoconocimiento en esta probadita de la obra expuesta en Proyecto El Muro, además de un poco de la historia de este sitio que abre espacios, que nos invita al interior a observar su intimidad. No olvide, también el fuego interno se propaga, se cuida y se comparte, pero juntos ¡incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero