MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
Nota: Este texto ha sido escrito en múltiples ocasiones, no representa un estado actual, pero nombrar algunas cosas me parecía imperativo.
La extranjería como patria. Sin sujetarme a la tierra, como el clavel del aire, enraizar.
Mahmoud Darwish
El calor. La lluvia tempestuosa. La tormenta eléctrica que duró tres días y que yo salí a perseguir en el campo abierto detrás de la casa. Ir y venir una y otra y otra vez, sumando más de doce horas de movimiento en la semana porque la alternativa, estar sola en la casa, en el pueblo, sola con el ruido de mi cabeza y mi aburrimiento, me provocaba náusea y miedo. Más de una vez entré temblando al andén del metro, y otras veces crucé la calle sin intención de llegar a la otra orilla.
Recuerdo con especial atención un jueves del otoño pasado. Estaba en el pueblo, sé que era jueves porque había terminado mi sesión de análisis por la tarde, solo los jueves tomo la sesión en la tarde para que coincida con la mañana de México. Había estado encerrada todo el día, trabajando, cocinando, limpiando; al salir de sesión, me sentí asfixiada. Llamé a G. “¿Puedo ir a tu piso? No me siento bien”. Agarré mi mochila con lo necesario para trabajar al día siguiente, una maleta de ropa y artículos de higiene personal y salí en el bus de las 19h. Llegué después de las 20h. Ya durante el trayecto en bus sentía cómo la respiración se me agitaba, los ojos se me humedecían de algo que definitivamente no era tristeza, se parecía más a la desesperación. Llegué a Colonia Jardín, entré al metro y me senté esperando llegar a la estación Alonso Martínez, para conectar con la línea 4. Alonso Martínez no es la peor estación de todas, me refiero a que tiene tres líneas y por ende muchas escaleras, es profunda, pero no es la peor de todas. Por algún motivo la estación de Tribunal me parece horrible: eterna, profunda y angosta. Pero ese jueves Alonso Martínez me fue hostil como jamás lo había sido. Las escaleras no parecían terminar, por más que subía no veía que fuera a llegar; los pasillos amplios los sentía encima de mí; la gente, que a esa hora no era tanta, me parecía una multitud. Al subir la última escalera eléctrica apoyé la cabeza contra el azulejo de la pared. Asqueroso, lo sé, pero necesitaba sentir frío en la cabeza. Empezaba a temblar. Y el andén. Cuando bajé los pocos escalones que conducen al andén de la línea 4, sentí que el espacio entre la pared y los rieles era lo equivalente a dar un paso. Solo un paso. Un paso adelante y nada más. La humedad acumulada en los ojos salió finalmente, la agitación y los temblores se transformaron en dificultad para respirar, el ruido me aturdía y el anuncio en el letrero Led del tiempo que faltaba para que el metro entrara parecía un reto. Me retraje lo más que pude, coloqué las manos detrás de mi espalda, con las palmas tocando la pared, los ojos cerrados y la mente concentrada en respirar bocanadas más largas.
Al llegar el metro me sentí más aliviada. Subí. Acaparé asiento. Sostuve mi mochila y mi maleta sobre las piernas y las pegué al pecho para poder sujetarme a mí. Bajé del metro, caminé hacia las escaleras y salí a la superficie; hacía frío y agradecí el contacto del aire con mis mejillas. Respiré un segundo solo para ver ya no el andén, sino el semáforo en rojo para los peatones y los pocos autos pasando a esa hora. Caminé hacia la calle. Lento, muy lento a propósito. Pasos lentos por el agotamiento físico, pero más lento por el cansancio de mi mente. Me detuve lo que se sintió como largos minutos. Me detuve a mitad de avenida, mirando hacia la derecha, de donde los coches vendrían una vez que el siguiente semáforo cambiara. Me detuve pensando que mi cabeza dejaría de hacer ruido, que ya no tendría que cargar este cuerpo ni pensar dónde ponerlo. Ir y venir. Ir y venir. Ir y venir y nunca saber dónde estoy parada.
Respiré profundo y crucé hasta el otro extremo, de nuevo apoyé la cabeza en una pared y dejé que los espasmos salieran a trompicones de mí antes de timbrar a la puerta de G. Una cosa era querer estrellarme la cabeza contra el azulejo blanco de la regadera un año antes y que fuera solo un aguijonazo de pensamiento, otra era que se estrellara el cuerpo y detenerme a mitad de la calle. Este cuerpo que me traje de otra tierra y que intento transplantarlo aquí, donde pareciera que solo encuentro tierra yerma. Tierra que lo enferma. Tierra que lo seca y lo desgasta. Tierra dura donde la raíz no penetra.