FROYLÁN ALFARO
¿Qué imagen viene a tu mente cuando piensas en un poeta? Tal vez la figura romántica de alguien perdido en la contemplación, escribiendo versos cargados de emociones bajo un árbol o en un café. Para algunos, los poetas encarnan la esencia misma del arte; para otros, son ociosos que evitan las “verdaderas” responsabilidades de la vida práctica. Esta ambivalencia no es nueva. Desde los tiempos de Platón y Aristóteles, el lugar del poeta en la sociedad ha sido objeto de intensas reflexiones y debates filosóficos.
Platón, en su República, no tenía una visión favorable de los poetas. De hecho, les otorgaba un papel peligroso en su ideal de ciudad perfecta. ¿La razón? Según Platón, los poetas no buscaban la verdad, sino que se dedicaban a imitar las apariencias del mundo, alejándose de la realidad. Platón sostenía que la verdad residía en el mundo de las Ideas, una esfera perfecta y eterna, mientras que el mundo material era apenas una sombra de esa perfección. Los poetas, con su habilidad para evocar emociones y crear imágenes seductoras, no hacían más que reforzar estas sombras. Para él, los poetas distraían a las personas de la búsqueda filosófica y fomentaban pasiones irracionales. Por ello, en su utopía, los poetas serían expulsados a menos que adaptaran su arte a los ideales de la razón y la virtud.
Aristóteles, discípulo de Platón, tomó un camino muy diferente. En su Poética, Aristóteles defendió a los poetas y al arte en general como una forma de conocimiento. Para él, la poesía no era una mera imitación superficial, sino una representación de verdades universales a través de lo particular. Mientras que la historia narraba lo que había ocurrido, la poesía tenía la capacidad de mostrar lo que podría ocurrir, explorando posibilidades humanas más amplias. Según Aristóteles, la tragedia, en particular, permitía a los espectadores experimentar una catarsis, una purga emocional que los conectaba con sus propias pasiones y les ayudaba a comprenderlas mejor. Para Aristóteles, lejos de ser un estorbo, los poetas eran fundamentales para la vida cultural y emocional de una sociedad.
Ahora bien, ¿qué relevancia tienen estas visiones en nuestra percepción actual de los poetas? En cierto sentido, vivimos en un mundo más cercano al de Platón que al de Aristóteles. La productividad, la eficiencia y el pragmatismo son valores centrales de nuestras sociedades modernas. En este contexto, el poeta —con su tiempo dedicado a las palabras, los sentimientos y los símbolos— puede parecer un personaje fuera de lugar, alguien que no aporta al progreso material. La idea de que los poetas son ociosos no está tan lejos de la sospecha platónica: ¿qué utilidad tiene crear belleza en un mundo que valora más los datos y las cifras?
Sin embargo, la defensa aristotélica sigue viva en aquellos que reconocen el valor del arte y la poesía en nuestras vidas. Pensemos, querido lector, en el impacto de un poema que leíste en un momento difícil, en una canción que te hizo llorar o en una película que te cambió la forma de ver el mundo. Aunque no construyan puentes ni escriban algoritmos, los poetas construyen algo igualmente vital: puentes hacia nuestra humanidad compartida. Al igual que Aristóteles señalaba, la poesía nos ayuda a comprender nuestra experiencia de una manera que la fría lógica no puede abarcar.
El problema quizás no reside en la poesía ni en los poetas, sino en cómo entendemos el tiempo y el ocio. En nuestra época, el tiempo libre suele ser percibido como tiempo perdido si no produce un resultado tangible. Pero como defendía Aristóteles en su Ética Nicomáquea, el ocio no es simplemente una ausencia de actividad, sino un espacio para las actividades más elevadas, aquellas que nos permiten reflexionar, crear y, en última instancia, vivir plenamente. Si el poeta parece ocioso, quizás deberíamos replantearnos qué significa ser productivo.
La poesía, como el ocio reflexivo, no busca cumplir una meta inmediata, sino invitar a un encuentro más profundo con la vida. Tal vez la pregunta no sea si los poetas son útiles o no, sino si estamos dispuestos a aceptar que no todo lo valioso necesita ser útil en el sentido material.
Al final, querido lector, la disputa entre Platón y Aristóteles no se reduce a una cuestión de quién tenía razón sobre los poetas. Más bien, nos plantea una pregunta sobre nosotros mismos: ¿qué lugar le damos al arte, a la emoción y a la contemplación en nuestras vidas? Porque quizá, como intuyó Aristóteles, en ese espacio aparentemente inútil reside lo más humano de nuestra existencia.