
ENRIQUE GARRIDO
Como si se tratará de un súper villano, el artista ruso Andrei Molodkin amenaza con destruir 16 obras valiosas en ácido. Para ello ha tramado un complicado plan en donde ocultó los cuadros de artistas como Picasso, Rembrandt, Warhol, entre otros, dentro de una bóveda cuya ubicación es secreta y con un control a distancia expulsar el corrosivo material, lo que significaría un golpe importante al patrimonio cultural del mundo. El proyecto se llama Dead Man’s Switch. ¿Qué busca este terrorista del arte?, ¿poder?, ¿dinero?, ¿reconocimiento? En realidad, sólo busca la liberación de un hombre: Julian Assange.
¿De verdad este personaje, acusado de abuso y acoso sexual en Suecia, así como de espionaje y conspiración en EUA vale tanto como para arriesgar un acervo artístico valuado en 40 millones de dólares?
El arte y la libertad son dos conceptos que se encuentran estrechamente relacionados. Sin duda, donde hay represión, el arte surge como faro, una luz en medio del oscurantismo, de la ignorancia, ya sea para denunciar o dar esperanza (término secuestrado por élites de poder a lo largo del planeta). Cómo olvidar el espíritu que subyace al Guernica de Pablo Picasso, es decir, una manifestación pictórica que expone la barbarie de una guerra, la crueldad de una dictadura como la de Franco en España.
En 2006, Julian Assange fundó WikiLeaks, una plataforma colaborativa en donde, buscando un ejercicio verdadero de transparencia (no como esa cosa que nos venden como “transparencia y acceso a la información”), se publicó una serie de documentos clasificados. Lo que surgió fue revelador: tortura y violaciones a derechos humanos en Irak, así como muertes civiles en Afganistán, ambos casos por parte del ejército de EUA. Caso curioso es la filtración de los correos electrónicos donde el gobierno mexicano de aquel entonces aceptaba no poder con la violencia del narcotráfico y solicitaba ayuda a su vecino del norte.
Destaca el video filtrado por el soldado y exanalista de inteligencia del Ejército de Estados Unidos, Bradley Manning, detenido en 2010 por la divulgación de material audiovisual, donde se ve, durante los 39 minutos de duración, cómo un helicóptero Apache de Estados Unidos dispara y mata a dos periodistas, así como a un grupo de civiles iraquíes en 2007.
Como el tío Sam no puede ver afectados sus intereses, así como su economía bélica, desde 2010, toda la maquinaria propagandística se lanzó contra Assange con películas y acusaciones sin fundamentos, buscando deslegitimar su lucha. En 2012 logró obtener asilo político en la embajada de Ecuador en Reino Unido, perdiéndolo en 2019. Desde allí fue detenido y vive con la espada de Damocles de la extradición a la tierra de la libertad, donde lo piensan juzgar con la “Ley de espionaje de 1917” (sí, tiene más de 100 años) y que no considera el valor periodístico de su accionar.
Dentro de un contexto donde el discurso se encuentra manipulado, la figura de Assange se vuelve necesaria. En estos días se verá si es extraditado, lo que significaría una probable condena de 175 años y, a la postre, su inminente muerte en prisión. En un último intento por salvar su vida, parte del parlamento noruego le otorgó una nominación al Premio Nobel de la Paz 2024.
Así, en México, país donde ejercer el periodismo crítico es una de las profesiones con más riesgo de muerte (se estima que de 2000 a 2022, más de 160 periodistas han sido asesinados, de acuerdo a la asociación Artículo 19), un caso como el de Julian Assange nos debería doler. No sólo aquí, sino en el mundo, el derecho a la información se paga con sangre, la verdad cuesta vidas. Al final, ¿de qué nos sirven esas obras de arte que resguarda Andrei Molodkin si los ideales con los que se crearon se tambalean, si la libertad que representan ya no significa nada?