GONZALO LIZARDO
El arte, antes de ser objeto, primero es sensibilidad y la sensibilidad es lo que primero nos conecta en el mundo […] Los seres humanos nacemos siendo seres sensibles, y por medio de la manifestación artística es como empezamos a obtener conocimiento.
Daniel Manrique
“Como tal, Tepito no existe: nadie sabe bien dónde comienza ni dónde termina”, me explica Neri Kode, el joven teatrero que se ofreció a darme un tour por el barrio. Yo lo escucho y sonrío, intrigado, mientras caminamos desde la estación del metro hasta la Avenida del Trabajo. Según entiendo, el nombre de Tepito no designa una colonia concreta. Ubicado al interior de la colonia Morelos, entre los Ejes 1 y 2 de la ciudad, la avenida Reforma y la del Trabajo, los límites de Tepito se difuminan con la Lagunilla, Garibaldi, Peralvillo y la colonia Guerrero. En realidad, su nombre designa algo más abstracto, más profundo: una comunidad humana siempre fluctuante, amalgamada por un fuerte sentido de pertenencia, por la interrelación entre sus miembros y por una cultura común.
Más que su delimitación geográfica, a Tepito lo define su historia, bien enraizada con el origen de nuestra nación. Entre estas calles, hace más de quinientos años, se libró la última batalla que Cortés y sus tropas libraron contra Cuauhtémoc y el imperio mexica. Una lacónica placa, sobre la fachada del Templo de la Concepción, rememora el acontecimiento: “Tequipeuhcan (lugar donde comenzó la esclavitud). Aquí fue hecho prisionero el Emperador Cuauhtemotzin la tarde del 13 de agosto de 1521”. Un dato inquietante si lo relacionamos con una frase muy socorrida: si “México es el Tepito del mundo, y Tepito es la esencia de lo mexicano”, ¿significa que nuestro destino, como nación, está relacionada con la esclavitud, con la derrota que nos dio origen?
Mientras rumio esta y otras preguntas, Neri me conduce a una pequeña plaza donde se ofrecen cortes de pelo, planchado de cejas y otros servicios. Un detalle la vuelve única: los murales que recubren sus paredes. Uno conmemora a Luis Arévalo, “zapatero de barrio” que alguna vez viajó a Chiapas para adiestrar a los integrantes del EZLN en la elaboración de botas y que fue gestor cultural del barrio (una labor que ahora continúa su hija Lulú). Los demás murales fueron pintados por Daniel Manrique, el fundador del movimiento “Tepito Arte Acá”. Pese a su deterioro, impresionan por su factura: su dibujo remite a la escuela mexicana de pintura, su composición lo acerca al cubismo y su iconografía es casi sociológica, casi pedagógica: hombres que trabajan, madres que educan a sus hijos, niños que leen en los libros las frases que definen su orgullo, su pertenencia al barrio: “Tepito cabrón y frágil a la vez”, “Acá nosotros, allá ellos” o “Si todos jaláramos parejos, la vida sería más chida”.
Asegura Neri que Manrique era un prolífico autor de frases, sentencias contundentes que condensaban su sabiduría, sus principios estéticos, sus intuiciones políticas. Como alumno de sus alumnos, Neri está orgulloso de él: se trata de un pintor irreverente y antiacadémico, tornero de oficio, estudiante irregular de la Esmeralda, que un buen día decidió salir a la calle y pintar los muros de su barrio, sin saber que con este gesto inauguraba un movimiento de alcances internacionales. En aquel entonces, Tepito estaba inmerso en la delincuencia y en el negocio de la “fayuca”, es decir, en el comercio semilegal de mercancías elaboradas en Estados Unidos. A contracorriente, Manrique se propuso rescatar la esencia de Tepito: su capacidad para ejercer todo tipo de oficios, sin deberse a ningún patrón, porque para él, “el arte verdadero debe estar relacionado con los oficios”.
Mientras atravesamos el dédalo de tianguis que nos conduce a Los Palomares y a la Fortaleza (las unidades habitacionales donde Manrique pintó sus obras más memorables), Neri me habla sobre las correrías de Carlos Monsiváis en el barrio (a la caza de jovencitos que lo alegraran); o bien sobre los expendios de licuachelas y micheladas que proliferan sin control, o bien sobre la presencia china en el barrio, siempre creciente, al grado de que muchos tepiteños estudian chino para negociar mejor con sus proveedores. Por aquí y por allá nos salen al paso más murales, pintados por los epígonos de Manrique. Algunos simbolizan la búsqueda humana del conocimiento, otros honran a las celebridades tepiteñas: futbolistas, luchadores, pugilistas y escritores. Porque de ese modo, “El barrio se expresa”, como lo asegura uno de esos murales, elaborado en bajorrelieve con cemento y arena.
En cuanto llego a Los Palomares, empiezo a entender los motivos vivenciales que impulsaron el proyecto de Manrique. Al contemplar esas habitaciones, apiladas unas sobre otras con un criterio casi industrial, casi inhumano, es fácil deprimirse, extraviarse, sentirse una hormiga más del hormiguero. Para mitigar la monotonía de esas paredes, Manrique se propuso plasmar sobre ellas una historia iconográfica del barrio, que abarcara desde los tiempos de Cuauhtémoc hasta la actualidad cotidiana, con su enorme multiplicidad de artes y oficios. Manrique tenía setenta años cuando concluyó ese mural, en 2009, sin presentir que se convertiría, al mismo tiempo, en su última gran obra y el inicio de su legado, tangible en el empeño que sus alumnos o sus seguidores invierten para restaurarla, conservarla y acrecentarla.
Al salir de los Palomares recorrimos una calle tras otra, entre antigüedades y otras mercancías, hasta llegar a la Galería José María Velasco. Justamente, la misma galería donde Manrique organizó, en 1973, la exposición “Conozca México. Visite Tepito”, con la cual se inauguró el movimiento Tepito Arte Acá. La encontramos cerrada, por ser lunes, pero Neri se las arregló para que el encargado nos permitiera admirar una de sus pinturas más impresionantes: “El poder de los oficios”, un mural portátil, pintado sobre paneles, que retrata la pluralidad humana de Tepito y recopila algunas de sus sentencias: “Tepito mítico, Tepito real, Tepito hasta cuándo”, “Dignidad es lo mismo que cultura: saber que nuestras manos son para elaborar estrictamente lo necesario para vivir”, y la más impresionante de todas: “El arte es la base fundamental del conocimiento”.
Inquieto aún por esta última sentencia, seguí a Neri por Peralvillo, pasamos por la plaza Santo Domingo, y llegamos a la pulquería “La burra blanca”. El tour había terminado. Mientras bebíamos pulque y comíamos tlayuda, Neri me relató sus andanzas por el centro histórico de la ciudad, que conocía desde niño, y yo me pregunté: si “México es el Tepito del mundo, y Tepito es la esencia de lo mexicano”, ¿hasta qué punto yo, como mexicano, ignoro mi patria? Aunque no he resuelto esa duda todavía, algo me queda claro: como afirma el crítico Antonio Malacara, si este barrio es el corazón de México, entonces Daniel Manrique es el cerebro del barrio. Un cerebro irreverente y buena onda, que reinventó Tepito con su pintura y promovió con ella un socialismo que no era utópico ni científico, sino “fantasioso y fantasmagórico”. Porque, como él mismo decía, “yo voy tras lo imposible, eso es lo importante, ¿por qué ir tras lo posible?”. Y en eso, por supuesto, no puedo sino estar de acuerdo.