Por: Sara Andrade
Cuando me asomo por la ventana de mi cuarto veo la ciudad dividida. No figurativamente, pero literal: la mitad, de la Plaza Bicentenario para la derecha, está manchada por la luz ámbar que siempre ha iluminado las ciudades. Pero de la Plaza Bicentenario para la izquierda, obra un cambio: las luminarias ahora son blancas, como los dientes de las celebridades.
Pienso en dientes porque quizá ahí precisamente hay un símil: que antes nadie se espantaba de los dientes amarillos y torcidos de la gente, y que ahora, bombardeados de cuerpos y rostros perfectos, en revistas y películas y telenovelas, tenemos la idea de que las personas todas debemos ser simétricas e impolutas.
Le tengo un odio infundado a la luz blanca de las ciudades seguras. Entiendo el razonamiento detrás de su uso: que iluminan más, que en la noche la luz blanca otorga más detalles de los sucesos que la acompañan, que la gente se siente más segura. Porque las luces LED que ahora ponen los gobiernos quizá nada más tienen la opción de blanco clínico y quizá a nadie en el Departamento de Compras del estado se le ocurrió pensar en aquellas habitaciones de Gen Z con sus luces de arcoíris que cambian a control remoto.
Será que durante muchas noches la luz ámbar de las farolas del centro me acompañó como una persona más, en el tránsito solitario del bar en turno a mi casa. El amarillo que me rodeaba se sentía pesado, como si fuera más bien una bruma, una neuma. Como si el ocre de las luminarias municipales fuera, más bien, un fantasmita caminando a mi lado.
Además, si hablamos de estética, la figura geométrica de la farola que cuelga de una casa o de un poste de madera es muchísimo más romántica que esas lámparas de plástico que parecen, más bien, raquetas de lacrosse.
Normalmente, respecto a muchos tópicos, considero los pros y los contras, los matices y las discusiones alrededor. Me gusta pensar que tomo decisiones informadas, nunca llevadas por el sentimiento. Pero mi sentimiento bohemio y egoísta se aferra a la idea de que las ciudades deben ser iluminadas solamente por el ámbar de las lámparas victorianas de gas. Si fuera presidenta por un día, mi decisión unilateral y dictatorial sería arrancar y destruir todas las lámparas LED en una fogata en honor a los dioses de las ciudades que no están construidas en cuadrícula y poner en su lugar lámparas gigantes con pequeños solecitos dentro que iluminan poco, pero que se ven más bonitas.
Es pura vanidad de mi parte, es verdad. No estoy pensando en nadie más que en mí. Pero ¿acaso en las consideraciones de la gestión de los servicios públicos acaso no hay espacio para la belleza, para la nostalgia?