J. LUIS CARVAJAL
En la poesía, como se sabe, una experiencia banal puede generar una imagen insólita si se expresa con una palabra insólita. O bien, una palabra trivial puede producir una imagen inédita si se designa con ella una experiencia inédita. Esta conciencia de la imagen, justamente, parece mover al poeta Jorge Posada en su libro Deletrea Hiroshima (Ediciones el Humo, Querétaro, 2015), cuando manifiesta: “los precios de la carne no aparecen en el poema / no hay rimas sobre el incremento del gas / … / el poema / no huele / no se pudre”, en un explícito reclamo hacia “los jurados de las becas” y “los creadores nacionales” que constriñen la poesía a un conjunto limitado de imágenes, entre lo sublime y lo siniestro, que por lo mismo se vuelven cursis y banales.
La crítica a la imagen poética “convencional” se anuncia desde el epígrafe: un versículo de Adilia Lopes que cuestiona nuestra idea convencional del epígrafe: “Los epígrafes son los carteles gigantes a la entrada de la ciudad cuando se llega por la autopista”. Esta imagen establece, de rebote, una analogía entre la ciudad y el poema que se vuelve más relevante si consideramos que el título del poemario alude a Hiroshima, una ciudad arrasada. Entre el título imperativo, el metaepígrafe y el primer poema, se vislumbra la intención implícita de Posada: la poesía como el deletrear las ruinas (no las runas) de nuestra civilización, como un pronunciar letra por letra los escombros de la vida contemporánea. Por eso nos advierte el poema titulado “Chiapas”: “cuando destruyan la selva / su extensión la cubrirá un walmart / los empleados vestirán como zapatistas / los pasillos tendrán nombres mayas / los productos orgánicos un 20% de descuento”.
A partir de esta Poética —esta crítica a la imagen— se vislumbra una desconfianza hacia la metáfora que deriva en un acercamiento a la prosa: a lo prosaico. Cuando leemos, por ejemplo, “el abuelo mira un partido de beisbol / el jardinero central pifia / el médico entra a su habitación / describe tumores en el estómago / la casa se llena” constatamos que, por separado, ninguna de estas frases parece por sí misma un verso, excepto porque todas trazan, en conjunto, una correspondencia inquietante entre el cuerpo del abuelo (lleno de tumores) y el campo de beisbol (repleto de corredores), de modo que el miedo del pitcher ante el siguiente bateador equivale al miedo del abuelo ante la inminencia del cáncer, dispuesto a pegar un jonrón que vacíe las bases de corredores y el cuerpo de vida.
Algo parecido ocurre con los poemas: por separado funcionan como instantáneas independientes, y juntas conforman una panorámica de la vida moderna que avanza de lo social colectivo hacia lo íntimo individual. Hay en Deletrea Hiroshima un retrato implícito del poeta, de sus ruinas como persona, sus dolencias existenciales y sus pantalones rotos. El abuelo desahuciado, la madre recluida en el sanatorio, el padre despedido del trabajo, el desamor que cambia la chapa de la puerta para clausurar a un romance. “En el auto no soportas oír el noticiero / golpeas el parabrisas / es el día 4 236 de trabajo / el primero de tu divorcio”, se reclama el poeta, consciente de que su vida se parece a las revistas viejas, porque tiene el papel quebradizo, plagado de hongos, y porque hace falta ponerse guantes y cubrebocas para leerla. Un poeta que se ve la vida como una muerte suspendida, compara el amor con un aroma a excremento en el tacón de una mujer y hace del poema una colección de escombros que pueden armarse y rearmarse para conformar nuevas ruinas, nuevas erratas, nuevos Hiroshimas.