
Entrega 3.
¿Será acaso que la escritura también es anhelo? ¿Por qué lanzar palabras del tintero hacia la hoja, si no es posible vislumbrar los ojos que las repasa, si es que hay lectura que las vivifique? La escritura existe a la par del deseo por ser infinitos, inefables, tal vez audibles en las tinieblas más sombrías del mundo. Las permutaciones entre cada palabra, así como sus diversas conjugaciones muestran un número posible de emociones, entre la veleidad de lo sonoro, la congregación de las almas o la repugnancia de nuestros sin sentidos. Quizá por ello la creación literaria sea un misterio, como la del universo mismo. También, por ello, la muerte represente, en su incógnita, el porvenir de las historias que se sacrifican para acallar al autor de nuestra historia y dar paso a los personajes, que no revelan más que la única verdad de la existencia: somos seres de ficción.
S. L.
MARTÍN ÓSCAR SÁNCHEZ BECERRA
Desde un pueblo del sur de la república, Miguel y Ángela partieron con una maleta repleta de sueños y la certeza de un amor que habían sellado ante el altar. Agobiados por la miseria y la incertidumbre, abordaron el tren de pasajeros que los llevaría hacia un porvenir más prometedor, donde pudieran construir un hogar digno y criar a los hijos que tanto anhelaban.
Durante el viaje, Ángela hablaba con entusiasmo sobre su deseo de tener dos hijas, mientras que Miguel, con un gesto de resignación, asentía sin ocultar su desilusión. Él habría querido, al menos, cinco hijos; una casa llena de risas, voces infantiles y pasos apresurados. Pero el futuro es implacable y guarda sus propios designios.
Tras un largo trayecto, llegaron al norte del país, a una región industrial, donde Miguel encontró trabajo como soldador en una importante fábrica de acero y Ángela como costurera en una empresa textil. La vida, aunque dura, les sonreía de vez en cuando: su situación económica mejoraba poco a poco y su amor seguía firme. Cada mañana, Miguel despertaba antes que ella para colocar sobre su almohada una rosa amarilla, el color de su infancia, el color de la felicidad que él deseaba perpetuar en su vida juntos.
Una noche, al regresar de la botica, se detuvieron a observar un grupo de niños que jugaban en la calle. Sus risas flotaban en el aire como una promesa. De regreso a casa, la conversación giró en torno a la idea de tener un hijo. “Ya estamos estables”, dijo Ángela. Miguel asintió con la mirada encendida.
Pasaron los meses y un día Ángela llegó a casa con una noticia que iluminó su hogar:
—Miguel, estoy embarazada. Tengo tres meses, y el doctor dice que, con mucha seguridad, será niño.
Miguel enmudeció un instante, luego estalló en júbilo. Sus brazos rodearon a su esposa con una fuerza desmedida, como si pudiera resguardarla de cualquier peligro.
—Si es niño, se llamará Manuel, como mi padre. Será fuerte, tan fuerte como él.
Pero la felicidad es una farsa efímera. A los seis meses de embarazo, mientras trabajaba en la fábrica, Ángela sufrió un accidente. El suelo resbaloso, un mal paso, un golpe seco. Sintió un dolor punzante y comprendió, incluso antes de que el mundo se tornara borroso, que algo irreparable había sucedido.
No había hospital para la clase obrera, sólo la bruja del barrio. La llevaron en brazos hasta la pequeña habitación oscura donde el hedor a hierbas y desesperación se mezclaban en el aire. Minutos después, la bruja emergió con el feto sin vida en sus manos. Un hijo que nunca respiró. Un hijo que jamás pudo llamarse Manuel. Y junto con él, Ángela perdió su matriz. Nunca más volvería a engendrar.
Desde aquel momento los días se volvieron grises y las noches, una letanía de llantos ahogados. La muerte de aquel hijo los marcó como una maldición. Los años pasaron y con ellos se extinguió el anhelo de un futuro diferente. Sus rostros envejecieron antes de tiempo, sus cuerpos se encorvaron bajo el peso de la tristeza.
Un día, con el cabello encanecido y la piel surcada de arrugas, Ángela le dijo a su esposo:
—Miguel, ya estamos viejos. No quiero seguir viviendo aquí. Esta casa es un sepulcro de recuerdos. Vámonos a otro lugar, lejos de todo esto.
Miguel bajó la mirada con tristeza, pero no objetó. Sabía que la nostalgia se había convertido en un veneno que lentamente mataba a su esposa.
Se marcharon a la capital de Zacatecas. Con sus ahorros compraron una pequeña casa y Miguel, con su experiencia, montó un modesto taller de herrería. Pero los recuerdos la siguieron. Ángela, frágil como una sombra, se fue apagando poco a poco hasta quedar postrada en la cama. Miguel, inquebrantable, nunca dejó de cuidar de ella. Cada mañana colocaba una rosa amarilla en su regazo y, por las noches, se acostaba a su lado a escuchar la radio. El amor no se desgastó con los años, pero la vida se encargó de arrebatarles todo lo demás.
Hasta que llegó el golpe final. Una mañana, mientras Miguel cruzaba la calle para comprar la rosa amarilla de cada día, un automóvil lo arrolló. El impacto fue brutal. Lo llevaron al hospital de la capital, pero su cuerpo viejo y cansado no resistió. Murió en la madrugada, solo, sin saber que su esposa lo esperaba en casa.
El primer día, Ángela extrañó su llegada con el almuerzo y la flor. Pasaron las horas y la angustia se convirtió en un nudo en la garganta. Intentó gritar, pero su voz era débil. La noche cayó y con ella, la certeza de que algo andaba mal. Lloró hasta quedarse dormida. Luego, la espera se volvió eterna. Días después, los vecinos percibieron el olor pútrido que emanaba de la casa. Al entrar, la encontraron inerte en su cama, con una rosa amarilla marchita entre sus manos.
Murió en el olvido, sola, abrazando la última promesa de un amor que había resistido al tiempo, pero no a la muerte.