
FROYLÁN ALFARO
Un hecho es, simplemente, algo que sucede. Que la Tierra gira alrededor del Sol, que el fuego quema, que las personas tienen hambre. Estos son datos, afirmaciones sobre el mundo tal como es. Pero en nuestra vida cotidiana no nos basta con saber lo que es; también nos preguntamos lo que debería ser. ¿Es justo que haya pobreza? ¿Debemos decir la verdad? ¿Tendría uno que ayudar a quien sufre? Y aquí, sin que lo notemos del todo, hemos dado un salto.
Ese salto, entre lo que es y lo que debe ser, ha sido señalado por los filósofos durante siglos. ¿Cómo pasamos de una descripción del mundo a una prescripción sobre cómo deberíamos actuar? ¿Podemos deducir normas éticas, deberes o principios morales a partir de hechos empíricos? Esta es la raíz del llamado problema naturalista.
David Hume fue uno de los primeros en advertirlo. En un pasaje de su Tratado de la naturaleza humana, señaló que muchos filósofos, tras describir cómo son las cosas, introducen de repente afirmaciones sobre cómo deberían ser, sin explicar ese paso. Como si fuera lo más natural del mundo decir: “los humanos buscan su propio bienestar, por tanto, deben actuar siempre para maximizarlo”.
Pero ¿por qué ese “por tanto”? ¿No estamos confundiendo planos distintos? El hecho de que algo ocurra no implica que sea deseable. Que una sociedad tolere la esclavitud no significa que deba hacerlo. Que las personas mientan con frecuencia no convierte la mentira en algo correcto. Esta es la advertencia de Hume: no confundamos la descripción con la norma, el ser con el deber. Sin embargo, lo hacemos constantemente.
La psicología moderna, por ejemplo, estudia cómo las personas toman decisiones morales. La biología evolutiva intenta explicar el origen del comportamiento altruista o de la cooperación social. Y algunos concluyen de ello que la moralidad es simplemente un producto de la evolución, una estrategia adaptativa. Pero aquí hay trampa: que la moral tenga un origen biológico no significa que sus normas sean válidas. Decir que ayudamos a otros porque eso aumentaba nuestras chances de sobrevivir no responde a la pregunta de si debemos seguir ayudando hoy. La explicación de un hecho no es una justificación ética.
El filósofo británico G. E. Moore fue aún más radical. En su Principia Ethica, denunció lo que llamó “la falacia naturalista”: la idea de que lo bueno puede definirse en términos de alguna propiedad natural, como “placentero” o “deseado”. Para Moore, lo bueno es indefinible, como el color amarillo: podemos señalar ejemplos, pero no reducirlo a otra cosa. Cualquier intento de definir el bien en términos naturales cae, según él, en un error de categoría.
Pero ¿no es esto un poco desesperante? Si el bien no se puede definir, si no podemos deducir deberes de hechos, ¿de dónde vienen entonces nuestras normas? ¿Cómo fundamentamos la ética?
Algunos, como Kant, sostienen que el deber no nace del mundo, sino de la razón. No necesitamos mirar los hechos, sino pensar coherentemente. El imperativo categórico no depende de lo que la gente haga, sino de lo que cualquiera debería hacer si actúa racionalmente. No es que el acto de mentir tenga malas consecuencias, sino porque sería contradictorio querer una ley universal que la permitiera.
Otros, en cambio, intentan construir puentes. El utilitarismo, por ejemplo, parte de un hecho (todos los seres sintientes buscan evitar el sufrimiento) y formula una norma (debemos minimizar el sufrimiento). Pero esta transición siempre es delicada. ¿Por qué deberíamos preocuparnos por el sufrimiento de otros? ¿No es ese “deber” ya una norma previa que no se deduce del hecho?
Imaginemos por un momento que un científico demuestra que los seres humanos tienen una inclinación natural a discriminar a quienes son diferentes. Sería un dato interesante, pero ¿eso nos llevaría a concluir que la discriminación es correcta? Supongo que casi nadie estaría de acuerdo con eso. Del mismo modo, descubrir que tendemos al egoísmo no convierte al egoísmo en virtud. Y esto nos recuerda que la moralidad, si bien puede dialogar con la ciencia, no se deja absorber por ella.
Entonces ¿es posible vivir sin intentar justificar nuestros valores en algo más sólido? ¿No sería inquietante pensar que los deberes son simplemente construcciones humanas, acuerdos frágiles sin respaldo natural? Esta incertidumbre es incómoda, por eso buscamos anclas: en la naturaleza, en Dios, en la razón, en la historia. Queremos que el deber tenga raíces. Pero tal vez no las tenga.
Quizá el “deber ser” no se impone desde afuera, sino que emerge desde dentro: de nuestra capacidad de ponernos en el lugar del otro, de imaginar un mundo mejor, de construir sentido en medio del caos. No porque el mundo nos diga cómo actuar, sino porque nosotros decidimos, juntos, cómo queremos vivir.
Y tal vez ahí, querido lector, esté la lección: el abismo entre el ser y el deber no puede eliminarse, pero sí puede habitarse. Se trata de reconocer que la ética no se deriva del mundo, sino que se proyecta sobre él. Es, en cierto modo, una creación. Y como toda creación humana, está sujeta a discusión, a conflicto, a cambio, porque mientras sigamos preguntándonos qué debemos hacer, aunque el mundo no nos dé respuestas claras, seguiremos afirmando que no todo lo que es… debe ser.