ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
Uno de mis primeros empleos fue el de paletero. Hacíamos grandes bandejas de agua con sabores frutales y luego la vertíamos en moldes que flotaban en un tanque a cero grados centígrados, en ese momento colocábamos el palito de madera, segundos después desmoldábamos y empaquetábamos; en la hora del almuerzo mi compañero sazonaba mi torta de huevo con tétricas historias de su pasado como embalsamador, “siempre me ha gustado trabajar en ambiente fríos” agregaba entre trago de refresco y mordida a un jalapeño. Enseguida nos poníamos a elaborar la nieve de leche, los emparedados con galleta; a cada descuido del patrón a la boca iban unos buenos trozos de hielo, de nuez o de cajeta de membrillo. El trabajo me agradaba bastante, me gustaba pensar en las personas que consumirían aquellas golosinas gélidas una vez salidas de la fábrica a los refrigeradores de las tiendas de abarrotes. Me imaginaba a las parejas intercambiar sonrisas y besos aderezados con aquellos bocados congelados que yo preparaba, a los niños y a las ancianas que disfrutaban con el producto de nuestro esfuerzo. Era un empleo con mucha ternura, con una bondad inusitada.
El helado es un postre universal que en cada cultura se elabora y se disfruta de diversas maneras: en paleta, en galleta, en cono, en canastilla, a cucharadas, en pastel, sobre el cuerpo del ser amado, en días de lluvia, de calor vacacional, en la piscina, en el auto, de grandes marcas o con el señor del carrito. Los antiguos habitantes de esto que ahora es América ya disfrutaban del hielo con sabores, luego los europeos trajeron desde China recetas que aún perduran, todo por gracia y obra de Marco Polo.
El helado o la nieve, como le llamamos en México, es un tipo de artesanía culinaria al alcance de casi cualquier bolsillo, es comerse una obra estética, una composición artística con color, volumen, densidad y sabor, se obtiene y se consume, como el mejor arte público, sin intermediarios, sin aspavientos, está hecho para el disfrute inmediato y meterlo a la heladera puede comprarse con apoltronar telas, bronces y otras piezas artísticas en museos y galerías, para el goce posterior, esto sí, de unos pocos.
Danucho es un artista polifacético, popular, pero no naturalista; figurativo, pero no de un realismo recalcitrante, su paleta recuerda con fuerza a Ernst Ludwig Kirchner, el primer Matisse y algunas piezas de Edvar Munch, esta vena del primer expresionismo y el fauvismo la reconocemos también por su pincelada ágil y desbocada y sus temas cotidianos, escenarios en donde la humanidad adolece y la vida de las personas sucede: calles populosas, amantes bajo las sábanas, vendedores de mantecados, pero también hay un registro fantástico y otro erótico. La ejecución de sus piezas deslumbra e igual de impactante es encontrarlas en las calles de varios estados de México, pues Danucho es también un artista urbano que dispone sus originales para el gran público, mientras al avaro coleccionista de gabinete le dirige la impresión y la copia. Este carácter público de su trabajo resulta admirable, pues sus piezas se exponen a una vida efímera y a intervenciones inoportunas de cínicos andariegos.
“Me da dos de mantecado” es una obra que Danucho dispuso en uno de los callejones de Zacatecas, Zacatecas, cuyo original fue rescatado por un insigne vecino del centro histórico; en esta obra que el artista legó a los transeúntes de nuestra capital del estado, observamos sus característicos colores encendidos, la escena es tierna y coloquial, una aparición hermosa de un oficiante del sabor que sugiere sufrir el mismo proceso que sus productos: derretirse ante el inclemente sol del mediodía, pero alguien roció la calle con agua para refrescar el paso cotidiano, todo esto sucede bajo el cielo cerúleo de un mundo dulce y suave como el helado.
Título: Uno de mantecado porfa
Autor: Danucho
Medidas: 70 x 100 cm
Medio: Acrílico sobre papel, sobre muro
Instagram: @danucho_kun