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ANA GUERRA
Desde hace años he encontrado en el arte performativo una potencia subversiva. Como politóloga, he dedicado tiempo a estudiar las formas simbólicas de poder y resistencia; como aficionada al arte y al cine, me fascinan las narrativas corporales que el performance es capaz de detonar. Por eso, el reciente caso entre Rocío Boliver —conocida como “La Congelada de Uva”— y la artista Xitlalli Treviño no solo me conmueve, me interpela en muchos niveles. Este incidente no debe abordarse únicamente como una “polémica artística” o una “disputa entre performers”, sino como una grieta en la ética de la creación contemporánea: ¿cuáles son los límites del performance cuando se juega con los cuerpos ajenos?, ¿puede el arte borrar el consentimiento?
En noviembre de 2023, durante el Festival Arte/Acción (FAA) en el Faro Cosmos, la performance de Xitlalli Treviño, una obra que denunciaba la violencia de género y la trata de personas, fue intervenida sin previo acuerdo por Boliver. La artista denunció que fue agredida física y sexualmente durante su propia pieza: Boliver la derribó, la desnudó, le introdujo excremento en la boca y la violentó verbalmente. Todo esto, en un contexto en el que el público —creyendo que era parte del acto— no intervino. Hasta que alguien, finalmente, lo hizo.
Las implicaciones de este hecho son profundas. Se argumentó desde ciertos sectores que la acción de Boliver era “una intervención performática”, “una reacción artística” o incluso una especie de “diálogo corporal”. No. No lo era. El performance, incluso el más radical, no puede violentar sin consentimiento. No hay arte que justifique una agresión sexual. Hay una línea —difusa, sí— pero absolutamente infranqueable: el consentimiento.
El arte de acción, desde sus inicios, ha cuestionado el poder, la moral, el canon. Desde Gina Pane hasta Marina Abramović, de Orlan a Regina José Galindo, el cuerpo ha sido territorio de subversión. Pero si algo han enseñado esas artistas es que el cuerpo propio es el que se ofrece, se arriesga, se explora. No el de otra. El consentimiento ha sido, y debe seguir siendo, la piedra angular de cualquier práctica artística ética.
Hay quienes dirán que todo performance es impredecible, que “lo real” irrumpe, que el arte no pide permiso. Yo digo que el arte pide permiso cuando involucra a otra persona en su dimensión más vulnerable: su cuerpo. El performance puede ser incómodo, sí. Puede ser provocador, puede tensar las normas. Pero nunca debe convertirse en coartada para naturalizar una violencia que, fuera del marco artístico, sería inequívocamente penalizada.
Lo más alarmante es la reacción inicial del público y los organizadores: no actuaron. ¿Por qué? Porque asumieron que lo que ocurría era “arte”. Es decir, el aura de lo performático paralizó la capacidad de reacción ética. Y eso debe preocuparnos. El arte no puede ser un escudo que neutraliza la responsabilidad. Al contrario: cuando se juega en los márgenes, más aguda debe ser la consciencia del riesgo y de la otredad.
Boliver, a quien por años se le ha reconocido como figura del arte transgresor, tuvo una oportunidad de reflexionar públicamente sobre los hechos. Pero su respuesta fue defensiva, ambigua, y posteriormente eliminada. Esta omisión ahonda la herida. En tiempos donde el consentimiento se ha convertido en un pilar de las luchas feministas y del arte político, una figura pública con ese nivel de experiencia y visibilidad no puede permitirse el silencio o la negación.
Como politóloga, no dejo de pensar en la dimensión estructural del consentimiento. No se trata solo de una decisión individual, sino de una condición ética que sostiene la posibilidad de cualquier vínculo social. En el arte, esa condición no desaparece: se reconfigura, se problematiza, pero nunca se anula. Sin consentimiento, lo que se produce no es performance, es dominación.
También me pregunto qué otras cosas están en juego: ¿cómo se distribuyen los espacios de poder dentro de la escena artística?, ¿qué se permite a ciertas figuras con trayectoria que no se toleraría en otras?, ¿cuánto pesa el capital simbólico para justificar lo injustificable? Boliver, como otras artistas con largo recorrido, ha sido pionera. Pero la transgresión sin responsabilidad se vuelve abuso.
La lección más clara de este caso es esta: la libertad creativa jamás puede estar por encima de la integridad de otra persona. Y si el arte necesita invadir el cuerpo ajeno para conmover, entonces hemos fracasado como creadores, como espectadores y como sociedad. Los límites existen. No para censurar, sino para proteger. Lo radical no está en el atropello, sino en el pacto.
Porque sin consentimiento, no hay arte. Solo violencia disfrazada de provocación.