GONZALO LIZARDO
Debo a José Agustín varias revelaciones, todas ellas decisivas. La más temprana me la indujo De perfil, cuando comprendí que el poder del lenguaje oral, la sinceridad y el humor bastaban para convertir en alta literatura los episodios más bajos de nuestra adolescencia. Más tarde, su ensayo La nueva música clásica me permitió reivindicar la dignidad y la grandeza del rock: esa música que yo había elegido como soundtrack de mi vida y que en ese entonces era despreciada por los adultos y semiprohibida por el sistema político. Con similar picardía, su Tragicomedia mexicana desmoronó las rígidas versiones de nuestra historia reciente que la cultura oficial había impuesto sobre nuestras conciencias, y Ciudades desiertas, a través de una historia de amor gozosamente ridícula, desmitificó la idea romantizada que teníamos sobre Estados Unidos y su prosperidad.
De entrada, parece que lo suyo es la levedad: una levedad tan sabia y epidérmica (el imperio del instante) que ofrece una visión más amplia y panorámica de lo real. Una levedad irónica, además, porque se expresa mediante un complejo juego de voces narrativas, temporalidades, caprichos tipográficos, estados de conciencia, alusiones intertextuales: justo los recursos literarios que hacen de su novela Se está haciendo tarde (final en la laguna) una experiencia chamánica de lectura. Sólo entonces intuimos que tras esa levedad aparente se asoma una metafísica y una psicología muy profundas: una coherente contracultura, sustentada sobre la vastísima cultura que su autor atesoró en las fuentes que le proporcionaron su tiempo y sus contemporáneos. Una visión del mundo que promueve la comunión del individuo, el Yo, frente a lo Otro: frente a todo aquello que la Cultura Occidental nos ha impuesto como carga y como cadena.
*
Hace poco, durante el confinamiento por el Covid19, otra novela de José Agustín me regaló una nueva revelación. Mientras atendía mis compromisos en línea, eventos editoriales, mesas redondas, conferencias que me permitieron evadir la neurosis de la pandemia, me sentí de pronto exhausto, sin ganas de leer ni escribir ni ver ni escuchar. Para evadir el hastío y la resaca mental, busqué mis tres monedas chinas y consulté el I Ching, el libro de las mutaciones, el libro más antiguo del mundo, un libro que sabe cómo hablarme, cómo desanudar mis dilemas, disolver mis obsesiones y despejar de tinieblas mi interior. En este caso, mis dudas acerca del papel de la literatura (y de mi propia escritura) en los tiempos de (post) pandemia.
Como respuesta obtuve el hexagrama 45, Ts’ui (la Reunión o la recolección), con un seis en la sexta posición.
El hexagrama propone una imagen bella, casi bucólica: “El lago está por sobre la tierra: la imagen de la reunión. Así el noble renueva sus armas para enfrentar lo imprevisto”. El lago de la parte superior pronto caerá como lluvia sobre la tierra: para reunirse con ella y renovar sus frutos. Por ello el hexagrama recomienda “La reunión. Éxito. El rey se acerca a su templo. Es propicio ver al gran hombre. Esto trae éxito. Es propicia la perseverancia. Ofrendar grandes sacrificios engendra ventura. Es propicio emprender algo” (I Ching. El libro de las mutaciones, 1988, pág. 259). Tanto la imagen como el dictamen eran esperanzadores, por cuanto aconsejan que la literatura debe perseverar en sus actividades a la espera de una lluvia que las fertilice: hacer equipo, realizar sacrificios y, sobre todo, buscar mentores que nos animen a emprender proyectos y superar imprevistos. Dentro de las figuras simbólicas del I Ching, el “gran hombre” no siempre es una persona viva, sino un autor o un libro, imagen que se complementa con la del rey que va al templo, dispuesto a invocar el auxilio de los dioses por el bien de su pueblo.
Al instante, esta frase me remitió a una novela de José Agustín, El rey se acerca a su templo (1977), cuya trama (repleta de pesares, lágrimas y epifanías) era conducida y coronada por los hexagramas del I Ching. Por respeto al oráculo, acudí obediente a mi templo y entre sus estantes busqué la novela del gran hombre para leer en ella mi destino. La relación de José Agustín con el I Ching no es fortuita. Precisamente, el investigador Joung Kwon Tae destaca El rey se acerca a su templo (1977) de José Agustín por su carácter experimental y por introducir la sabiduría del I Ching en la literatura mexicana. Al conjuntar dos relatos que se relacionan entre sí (como los trigramas del I Ching) El rey se acerca a su templo propone “una lectura no tradicional, donde la novela se une con la poesía” (Kwon Tae, 1998, pág. 161). Aun desde el epígrafe, la novela cita el hexagrama 10 (Lü) como clave para interpretar a sus protagonistas: mientras Ernesto personifica al “hombre cojo que puede caminar” pero que pisa “la cola del tigre” y es mordido en consecuencia, Salvador sería su opuesto: el “guerrero” que acude “en defensa de su príncipe” y salva a Raquel (quien también pisó al tigre y fue mordida por él).
El contraste entre Ernesto y Salvador es mítico, como entre Dionisos y Apolo, como entre el yin y el yang. Ernesto es un pseudo hippie que oculta su egoísmo tras una ingeniosa verborrea con la que vampiriza a sus amigos y a sus amantes: “Pos qué crees que hago yo, pendejo, yo si estoy haciendo la Verdadera Revolución, porque la revolución se hace con los viajes, maestro… el cambio de gobierno es dentro de uno mismo” (José Agustín, 2008, pág. 50), asegura tras robarse los porros de una fiesta. Salvador, por el contrario, es un aspirante a escritor que cultiva el budismo, consulta el I Ching y ama a Raquel aunque ella prefiera a Ernesto, el tigre enjaulado que la habrá de morder.
Desde una perspectiva judeocristiana, resulta impensable que Salvador perdone a su amigo al descubrir que éste violó a Raquel cuando ella fue a visitarlo en la cárcel. De manera real (pero inconsciente) Raquel deseaba a Ernesto (por su vitalidad o por su ingenio) y Salvador debe aceptarlo: “lo que pasó no fue nada del otro mundo. Fue, entre tanto grito y tanto insulto, reencontrar a mi sombra…” (José Agustín, 2008, pág. 204) Al aceptar que Ernesto era su reflejo (pero en negativo), Salvador decide olvidar todo prejuicio moral para ofrecer su amada lo que ella buscaba en su amigo, pero también algo más. “porque si hubieras ido solamente a acostarte con él no habrías estado a punto de meterte un tiro en la cabeza, ¿no?” (José Agustín, 2008, pág. 205).
Incapaz de refutarlo, Raquel lo besa y la novela culmina con una hermosa escena de amor carnal: cuando juntos alcanzan la iluminación erótica de los cuerpos, es decir “el nexo más misterioso e insondable, más vivo y más gozoso” (José Agustín, 2008, pág. 207) que las creaturas pueden establecer entre sí y con el Mundo.
*
Releída la novela, pasó algún tiempo antes de que entendiera su relación con el oráculo del I Ching y con mi pregunta. Si el hexagrama 45, Ts’ui, me recomendaba acudir a José Agustín, el “gran hombre”, para entender el papel de la literatura en la (post) pandemia, ¿cuál era la lección que ofrece El rey se acerca a su templo? De inicio me impresionó que se tratara de una historia de amor, un género que ha sido muchas veces sobrevalorado, pero muy infravalorado en las últimas décadas. Unos pocos autores, como Milan Kundera y Juan García Ponce, lo han mantenido vigente, con perspectivas filosóficas distintas, pero complementarias. En la novela de José Agustín, la lección filosófica/literaria se expresa a través de un triángulo amoroso, cuyas peripecias se ven transfiguradas por el oficio del autor y una cosmovisión nutrida en el orientalismo propio de la contracultura.
Para entender la relevancia de este “romance filosófico”, hacía falta una sincronía más: que yo leyera, unos días antes de que falleciera José Agustín, un texto muy revelador de Luis Villoro. Este ensayo, titulado “Soledad y comunión” (Villoro, 2023), plantea un dilema central de la existencia moderna que también aborda El rey entra a su templo: la radical soledad del individuo como sujeto. El desamparo de un Yo frente a un Él (el otro, el mundo). Ante esta extrañeza, ante esta antipatía del Yo frente al Él, surge la simpatía por el Tú: el anhelo de una comunión entre el Yo y el Tú (siempre incierta e inestable) que atenúe o confronte sus relaciones con lo Otro, con lo ajeno, con ese otro que es la sombra del Yo. Acaso en eso resida la lección de El rey se acerca a su templo: la esperanza de que la comunión (este Amor) entre el Tú y el Yo y el Él (Raquel, Salvador y Ernesto) ilumine nuestras relaciones con el prójimo, con el mundo, con todo aquello que nos resulta propio y con todo aquello que nos resulta ajeno.
Bibliografía
I Ching. El libro de las mutaciones. (1988). Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
José Agustín. (2008). El rey se acerca a su templo. México: DeBolsillo.
Kwon Tae, J. (1998). La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín. Guadalajara: Universidad de Guadalajara.
Villoro, L. (2023). La razón disruptiva. Antología. México: Debate.