Adso E. Gutiérrez Espinoza
Eulalia nació bien y sin complicaciones, con el peso y la estatura ideal. Una bebé sana. Sus padres, Juan Carlos y Rosa María, son amigos desde años de los míos. Se conocieron en algún momento de su pasado, anterior a mi nacimiento. Ellos habían hecho una apuesta, quien se embarazaba primero debía invitar unas órdenes de tacos con don Gil. A Rosa le encantaban esos tacos, en especial los de tripas, a pesar de los rumores —unos comensales descubrieron entre la carne y la verdurita picadas cucarachas fritas, crujientes y con un sabor picante—. Rosa María no creía en los rumores, demasiados mezquinos.
Unos días posteriores a su nacimiento, Eulalia fue llevada a la iglesia para ser bautizada. Su crimen, el pecado original (o más bien haber nacido). Ese día, sus padres le compraron un hermoso vestido blanco, con encajes e hilos y botones de color plata. La niña aún tenía una pelusa en su cabeza y un fuerte olor a bebé. Jesús Manuel, su padrino (o sea mi padre) le compró una vela con símbolos religiosos grabados, como si fueran tatuajes. También, la concha y la toalla. Todo blanco y elegante. Carolina, mi madrastra, compró una medalla de oro, con la virgen al frente y San Benito por detrás. Los padrinos estaban encantados con haber sido elegidos. Era un honor.
Yo soy el ahijado de Juan Carlos y Rosa María. Ellos me querían como hijo. Me procuraba todo, desde apoyos económicos para sus primeros estudios hasta conversaciones gratas. Mi padre, por lo mismo, se comprometió con sus amigos a ser parte de ese proyecto. En cambio, Carolina no lo veía así. Un gasto más, excesivo. Creía que los niños, en particular los bebés, jamás le darían el valor al patrocinio. Un bebé nunca podía vivir con independencia, dependían de los adultos, con justa razón, para sobrevivir. Además de que los bebés no servían para nada. Sólo dormían, lloraban y defecaban. Nada nuevo. En realidad, ella no quería saber nada de ser madre. Por eso, desde joven, se ligó las trompas y fingió que su esterilidad era natural. Mi padre se tragó el cuento de la mujer estéril; lloró tanto como ella, creyó que tener una ahijada podrían ser, al menos, padres simbólicos. Extraño si yo soy su hijo; extraño de que me haya enterado de ese secreto por casualidad.
Juan Carlos y Rosa María, por otro lado, esperaban emocionados a su hija. Rosa María le entusiasmaba la crianza. Era probable que hallaría en Eulalia una cómplice. Ir a las plazas para comprar ropa y maquillaje, ver comedias románticas y conversar sobre los cantantes de moda. Cosas de chicas. Cuando niña, Rosa María perdió a su madre y su padre se hizo cargo de la crianza. No era mal padre, sólo descuidado en ciertos aspectos. Si hubiera sido un niño, Rosa María no sabría qué hacer. Una casa de varones.
Juan Carlos veía una oportunidad para preservar su legado. La sangre era relevante, aunque no le importaba el sexo del bebé. Finalmente compartiría sus genes con Eulalia. Feo nombre para una bebé. Juan Carlos quiso llamarle Eugenia, como su tía la enfermera, pero Rosa María insistió en ese nombre. Así se llamaba su madre. Los nombres también se heredaban. Él no le pareció llamar a su hija como a una muerta.
Juan Carlos miró al sacerdote y luego al altar, que en la cima había una estatua de la virgen de Fátima. Miró su sotana con los colores de Pascua. El sacerdote pidió que la vela se encendiera. Jesús Manuel la encendió y Carolina pensó que esta parafernalia no era importante para su vida. Rosa María quiso contener la emoción. Eulalia miró al altar. Ella se perdió en los cielos de color pastel.
La virgen sonrió y Eulalia rio. Los demás la ignoraron. Cosas de bebés. Se escuchó un crujido. El vestido de la virgen se ensució con polvo de cerámica. Sus articulaciones crujieron, su cabello se movió. La virgen levantó sus manos para acomodarse la corona de oro. Era pesada. Demasiado lujo. Miró a los feligreses y bajó de un salto.
Todos la miraban. El sacerdote se desmayó. Las más viejas se persignaron. Hubo una que otra que comenzó a llorar. Los niños se asustaron y se escondieron entre las ropas de sus madres. Los varones se paralizaron. La virgen los miró y salió de la iglesia. Jesús Manuel se paralizó del miedo, su esposa solo la miraba expectante. Juan Carlos auxilió al sacerdote. Rosa María se mantuvo inmóvil con su hijas en brazos. Eulalia no paró de reír.