Gibrán Alvarado
Somos seres cíclicos, todo el tiempo tendemos a repetirnos, sea al pasar de las centurias, décadas, meses, semanas o días, siempre encontraremos algún paralelismo en nuestro actuar o en el de los demás, estos aparentes cambios constantes nos han acompañado como especie y cada cierto tiempo volvemos al inicio, de ahí las continuidades y rupturas a través del tiempo. Si esto sucede con los seres de carne y hueso, obviamente acontece lo mismo con las características de los personajes ficticios que creamos, es normal encontrar análisis en los que se habla de que X héroes o villanos son Prometeo, Fausto, Quijote, Electra, Antígona, etcétera.
Estos caracteres contienen las más grandes pasiones humanas o encarnan los deseos o frustraciones de la humanidad. Uno de estos temas que causan fascinación en nosotros es el vampiro, un ente que tiene antecedentes confusos pero que durante la Edad Media y, más adelante, en el Romanticismo cobraría relevancia, para pervivir hasta nuestros días porque las reinterpretaciones continúan vigentes. El vampiro encierra diversos elementos que siguen inquietando al espectador y uno de los referentes es Drácula, de Bram Stoker. Cuando leí la novela me causó esa sensación desoladora que debió sentir Jonathan Harker al saberse perdido en el castillo del conde o Mina Murray al no tener noticias de su prometido durante largas semanas.
Drácula, como el personaje vampírico por excelencia, posee características que han sido reinterpretadas y elaboradas con capacidad quirúrgica en la más reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), filme que lo hizo acreedor al Mejor Guion en el Festival de Venecia. El director chileno potencia el relato vampírico a través de una excelente metáfora que nos hace seguir al conde a través de sus “orígenes” en la alta alcurnia europea hasta llegar a un país sudamericano en el que gobernará según sus férreos ideales.
Larraín discurre, de forma crítica, acerca de varios elementos dignos de un análisis político y social que amerita, antes que nada, conocer el contexto de su país, así como de otros países latinoamericanos, durante las dictaduras del siglo XX. El poder en sus variadas formas, el Estado como ente destructor, como juez y parte, así como la Iglesia y todas sus injerencias en la vida política y social se colocan sobre la mesa, el banquete está servido.
En el filme se retratan, a través de la sátira, los acontecimientos de la dictadura de Augusto Pinochet, así como las consecuencias y las repercusiones para el pueblo chileno. Hay muchos aciertos: junto a la trama, que dejo al espectador indagar, destaco la fotografía, la puesta en escena, la potencia de las imágenes y, sobre todo, la necesidad de reflexionar y tener en mente el pasado para aprender de él con la finalidad de construir una mejor sociedad en esta época de polarización.
El Conde puede verse en Netflix.