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ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
Llevo gran parte de mi vida conviviendo con la epilepsia. A pesar de conocer mi historial clínico y el de mi familia, ignoro su origen exacto. Mi primer episodio ocurrió en casa de mis abuelos, frente a unos parientes que, al verlo, creyeron que simplemente estaba jugando. Fue hasta que pidieron que parara y no obtuvieron respuesta que comprendieron la gravedad de la situación. Así comenzó un largo desfile de médicos y especialistas, algunos con miradas cálidas y otros indiferentes, todos intentando ponerle nombre y tratamiento a mi condición. De ahí proviene mi rechazo a los hospitales y las inyecciones.
Durante ese proceso, viví una experiencia que me marcó y que me impulsó a escribir sobre la charlatanería, los estafadores y los vendehúmos. Todo surgió a raíz de un remedio que prometía curarme de la epilepsia: un té o una sopa hecha con el corazón de un pájaro carpintero. La sola mención del remedio me llenó de enojo, sobre todo porque estos pájaros, al igual que los colibríes, me encantan. Recientemente investigué el tema y descubrí que en ciertas comunidades andinas se cree que beber la sangre del akaklio (pájaro carpintero andino) puede curar diversas enfermedades, entre ellas la epilepsia, la migraña y la tartamudez.
Carpintero andino. ©Richard Gibbons —Algunos derechos reservados (CC BY-NC). Fuente: https://mexico.inaturalist.org/taxa/18231-Colaptes-rupicola
¿Por qué, en pleno siglo XXI, persisten estos remedios? Al analizarlo desde la perspectiva del paciente, la respuesta es clara: quien sufre una enfermedad quiere sanar, como cualquiera. Aunque la epilepsia tiene matices y variaciones en su agresividad, con el tratamiento adecuado y cuidados preventivos, es posible llevar una vida relativamente normal. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando los medicamentos no logran controlar las crisis o los diagnósticos tardan en llegar? En estos casos, el impacto negativo sobre el paciente y su familia es innegable, y la desesperación puede llevarlos a buscar alternativas fuera de la medicina tradicional. Es ahí donde entran los remedios milagrosos, como el té o la sopa de corazón de akaklio.
La desesperación frente a una enfermedad prolongada o incurable puede nublar el juicio y abrir la puerta a soluciones que prometen esperanza inmediata. El miedo al sufrimiento, el cansancio de tratamientos fallidos y el anhelo de recuperar la salud a cualquier costo hacen que incluso las personas más racionales sean vulnerables a las promesas de los charlatanes. Estos, con palabras convincentes y remedios «milagrosos», explotan esa fragilidad emocional, vendiendo falsas esperanzas a quienes ya han agotado todas las vías médicas legítimas. La desesperación, entonces, no solo empeora el estado del enfermo, sino que también puede convertirlo en presa de engaños que muchas veces dejan cicatrices más profundas que la propia enfermedad.
Esa esperanza de recuperar la salud está bien oculta detrás de la desesperación y el miedo, creando una paradoja. La esperanza puede activar a los pacientes y sus familiares para buscar alternativas, pero también puede alimentar la desesperación al enfrentarse al dolor y al sufrimiento, no solo físico, que conlleva la enfermedad. Esta situación los vuelve vulnerables, un hecho que individuos sin escrúpulos aprovechan para sacar provecho, ya sea económico o político. Además, la ignorancia en temas de salud y la falta de orientación médica adecuada son terreno fértil para estos farsantes.
Recuerdo el caso de Charlie Sheen que suspendió momentáneamente su tratamiento contra el VIH, pues se puso en contacto con Samir Chachoua, un médico australiano que no tiene licencia activa en Australia y Estados Unidos. Este personaje ofrece tratamientos alternativos en México, que supuestamente son efectivos contra el cáncer y el VIH, los cuales no tienen sustento científico y hay mucha pseudociencia en ellos. Por supuesto, el actor estadounidense después reculó y lo acusó de farsante y ser un peligro para la salud pública.
La convivencia con una enfermedad, como la epilepsia y el VIH, no solo implica lidiar con sus manifestaciones físicas, sino también con los retos emocionales, sociales y, en ocasiones, los dilemas éticos que la rodean. Quise explorar sobre cómo el desconocimiento, la desesperación y el anhelo de curación pueden empujar a los pacientes y sus familias a buscar respuestas en soluciones pseudocientíficas, incluso en remedios que rozan lo absurdo, como el uso del akaklio en las comunidades andinas o las promesas infundadas de supuestos especialistas.
Sin duda, la persistencia de estas creencias, estos farsantes y estas prácticas que explotan el miedo y la vulnerabilidad de los pacientes refleja la necesidad de aferrarse a la esperanza cuando todo parece perdido. Sin embargo, esta búsqueda de esperanza puede convertirse en un arma de doble filo cuando se cruza con la charlatanería, un fenómeno que no solo engaña, sino que pone en riesgo la salud física, emocional y económica de quienes confían en soluciones milagrosas.
Es necesario, entonces, fomentar un pensamiento crítico que permita a las personas diferenciar entre tratamientos legítimos y promesas vacías. A la vez, es fundamental que los sistemas de salud sean más accesibles y empáticos, ofreciendo respuestas oportunas y efectivas a los pacientes, para que la desesperación no los lleve a caminos que solo profundizan su sufrimiento. La historia de Charlie Sheen, como la de muchos otros, nos recuerda que incluso quienes tienen recursos y acceso a información pueden caer en manos de estafadores cuando el miedo y la incertidumbre dominan.
La lucha contra la desinformación en temas de salud debe ser colectiva, promoviendo el acceso a educación médica, el respaldo emocional y la creación de espacios seguros donde la esperanza no se confunda con ilusiones peligrosas. Porque, al final, no basta con buscar curar el cuerpo; también es necesario proteger la dignidad y la humanidad de quienes enfrentan una enfermedad.