ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
El 18 de octubre de 2024 comenzó como cualquier otro día, lo que en sí mismo ya era algo digno de mención, dado que últimamente los días parecían competir por cuál era el más extraño. Habíamos tenido lluvias de meteoritos, eclipses totales, y una invasión de drones que asustó a todo el vecindario (aún espero que mi vecino retire la pancarta que dice “Alíen, vengan en paz”). Pero este día parecía decidido a no destacar en absoluto.
Me levanté con una sensación de vacío cósmico. La agenda me miraba, en blanco. Ninguna llamada urgente de trabajo, ningún mensaje de clientes desesperados que necesitaban una traducción “para ayer”. Solo silencio. Revisé el correo electrónico por si acaso, pero lo más emocionante que encontré fue una oferta para comprar una almohada ergonómica que “cambiará mi vida”. No sé cómo responder a eso.
Salí a la calle esperando encontrar algo, lo que fuera, que me indicara que el mundo seguía girando con normalidad. Y entonces me di cuenta: todo estaba increíblemente… normal. Los pájaros cantaban como siempre, el repartidor del supermercado me lanzó una mirada indiferente al entregar mi pedido, y los vecinos caminaban al ritmo de su rutina habitual. Ni una invasión alienígena, ni un huracán, ni siquiera el gato callejero de la esquina mostró interés en armar su habitual drama felino. Era el tipo de día que, si fuera una película, habrías abandonado a los 10 minutos buscando el control remoto.
Decidí caminar por el parque, ese lugar donde suele haber al menos un grupo de gente haciéndose viral en TikTok con una coreografía complicada o un perro corriendo detrás de su propia cola con demasiada intensidad. Pero no, lo único que vi fue un par de ancianos jugando al ajedrez y un niño pequeño mirando fijamente una hoja como si fuera el descubrimiento del siglo.
Por un momento, pensé que tal vez el 18 de octubre había decidido ser el día más pacífico y aburrido del año a propósito, como un descanso necesario después de tanto caos mundial. Quizás, el universo también necesitaba un respiro. Tal vez, en algún lugar de los cielos, el destino estaba tomando una siesta bien merecida.
El día avanzaba y, mientras me sentaba a tomar un café, empecé a sentirme casi culpable. Aquí estaba yo, en el centro de un día perfecto para la tranquilidad, sin crisis que resolver, sin alarmas que apagar, sin gatos voladores que salvar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Relajarme? ¡Imposible! Me encontré revisando mi reloj varias veces, como si esperara que algo, cualquier cosa, cambiara el rumbo del día. Pero no pasó nada. Absolutamente nada.
Finalmente, me rendí a la realidad de que el 18 de octubre de 2024 sería recordado como “ese día en el que no ocurrió absolutamente nada”. No hubo grandes descubrimientos científicos, ni acontecimientos políticos trascendentales. Incluso las redes sociales parecían tranquilas, como si todo el mundo hubiera acordado, en un acto inconsciente y colectivo, que hoy no era un día para grandes gestos.
Al final del día, mientras me preparaba para dormir, reflexioné sobre lo raro que es tener un día así. A veces, en medio de la carrera vertiginosa de la vida, olvidamos lo placentero que puede ser cuando no hay giros inesperados en la trama. Un día normal, común y corriente, sin sobresaltos ni emociones extremas, puede ser el descanso que no sabíamos que necesitábamos.
Así que, cuando me dormí esa noche, lo hice con la curiosa sensación de haber vivido una anomalía: un día sin historia. Y quién sabe, tal vez el 19 de octubre compensaría por todo, o tal vez no. Pero esa es una historia para otro día.