José Juan Espinosa Zúñiga
Durante la Segunda Guerra Mundial, en medio de la invasión nazi a tierras polacas, un oficial de alto rango de la Waffen-SS entró a una fábrica de metales fundidos en la ciudad de Varsovia. Corrían los primeros días del mes de septiembre de 1939, aniversario de la fundación de la fábrica; por la celebración, se realizaba un banquete en un salón adjunto al espacio de fundición. El oficial al mando de la irrupción era Werner Brückner, “el carnicero de Baden”, un psicópata de dos metros de estatura que había ganado dicho apodo por su afición a la sangre. Los soldados a su cargo creían que era un vampiro, según consta en varios diarios de guerra que se han podido localizar.
En sus asaltos, Brückner dejaba un sobreviviente, quien luego se encargaba de contar las atrocidades del general. Aquel día no fue la excepción. El elegido había sido el dueño de la fábrica, Henryk Zarebsky, un hombre de mediana edad, miembro de una prominente familia polaca, entre las que se encontraban grandes músicos y, curiosamente, magnates de la siderurgia. Se cuenta que antes de que iniciaran las ejecuciones, entra la gran fila de victimas uno de los empleados se acercó a Zarebsky y le rogó que le dijera a su mujer y a sus hijas que no guardaran ningún rencor contra nadie, que moría feliz por haberlas tenido y sin dolor alguno.
Aquellas palabras debieron sacudir a Zarebsky, quien le pidió a Brückner que aceptara su vida a cambio de la de su trabajador. “El carnicero” aceptó por parecerle estúpido lo que hacía el empresario. Aquella noche el humilde trabajador regresó a casa junto a su familia y Zarebsky salvó al mundo, recordándole a la humanidad que otra fuerza también libraba la guerra.
FIN